¿Sin salida?
No sé si estuve enterado de este mini festival veraniego en años anteriores. Estamos ante la cuarta edición de Fresca, evento que se desarrolla a lo largo de diez días de julio ,en lo que los de aquí hemos conocido siempre como la antigua estación de Murcia, hoy reconvertida en la sede de Casa Mediterráneo. El caso es que, cuando me llegó la programación, uno de los espectáculos llamó poderosamente mi atención, no tanto por su título, cuanto por el nombre de la compañía navarra: Halley, de Led Silhouette. Ello se debía a que no hacía tanto tiempo que había visto Los perros, y me quedé impactado por su propuesta. Los responsables son los mismos de entonces, Jon López y Martxel Rodríguez, creadores de esta propuesta, y Marcos Morau, como asistente de dramaturgia. Así pues decidimos asistir. En la vieja estación, ahora un espacio exento, se levantan las gradas frente a un escenario vacío, enmarcado por unas paredes aparentemente de hormigón y una lámpara de emergencia. En la parte superior, una pantalla pequeña que parpadea. Y en un ángulo, una de aquellas que se conocen como cámaras de seguridad, cuyas imágenes se reproducen en un televisor pequeño y elevado.
A pesar de haberme leído los textos de presentación, como lo he hecho a posteriori, entré en el espectáculo con mirada "inocente", y aún ahora sigo sin ver conexión entre lo que vi y lo que luego he leído. En el muro lateral izquierdo hay una puerta enrejada que se va abriendo lentamente, mientras en la pantallita elevada corren los años que se van sucediendo hasta dejar atrás aquel en el que estamos. Y entonces surge la figura de alguien cubierto con un casco y que parece embutido en una especie de traje espacial que tal vez hace que se mueva casi a cámara lenta. Lleva en la mano lo que me pareció un detector de metales. Desaparece como llegó y es entonces cuando el cuerpo de baile, uniformado, surge de la oscuridad de fondo del escenario. No da la impresión de que haya un líder. Sus movimientos son repetitivos, sincopados, acompañados de una música que llega a ser estridente, responsabilidad de Mauricio Pérez Fayos, y que resulta acorde con la coreografía angustiosa, ya que parecen no poder salir de donde se encuentran, a pesar de sus constantes búsquedas en techo y paredes. La iluminación de Andoni Mendizabal ayuda bastante a crear la sensación agobio.
Y sin pretensiones analíticas por mi parte como espectador, me dejo llevar por un grupo de bailarines que parecen ir a una, hasta que alguno de ellos rompe la disciplina. El resto de componentes intentan reconducir al disidente. La búsqueda es constante. Pronto descubren el suelo, lo que les permite contorsiones imposibles, de las que se recuperan ayudados por los demás. Y me llama la atención las mil y una formas en que se disponen junto al muro. No da la impresión de que haya progresión dramática, tan sólo la intensificación del movimiento grupal. Por momentos me parece descubrir en las combinaciones dancísticas a los sujetos de los cuadros de Genovés o, cuando se entrelazan formando un corro, me parece estar ante La danza de Matisse.
No sé si quien no lo haya visto podrá hacerse una idea con lo que digo de lo que estábamos presenciando. Tan sólo estoy describiendo. No pretende haber en mi comentario una "interpretación" de lo que veía anoche, ya que no iba "informado". Tan sólo movimiento y ritmo desplegados cerca de mí. Hay una ruptura de lo que vemos cuando por fin logran abrir una puerta a ambos lados, sacan una especie de monolito quebrado, que me trajo a la cabeza el famoso de 2001, una odisea del espacio, y que es objeto de curiosidad de los que lo tienen delante, y el fluir de los bailarines se intensifica entrando y saliendo, como individuos o emparejados, a un ritmo frenético.
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