Lyon-Annecy. IV

 Autocrítica

No es bueno fiarse de la memoria, menos aún cuando no tenía costumbre de llevar adelante un cuaderno de bitácora en mis viajes, ni existían los móviles donde guardar nuestros recuerdos. Y así, de mis dos veranos trabajando en la fábrica de plásticos de Oyonnax (departamento del Ain), allá por 1968, quiero recordar alguna excursión journalière en un tren chicharra, en concreto a la ciudad de la Saboya que creía haber visto dormida junto a un lago. Por eso, en nuestra escapada lionesa de cuatro días propuse una salida para visitar Annecy, a tan sólo 140 Kms. de donde nos encontramos. Habíamos sido previsores y teníamos reservado un coche que recogemos en nuestra permanente referencia: Perrache. Un día de alquiler sale por 89€, pas mal. Además no soy yo quien conduce, sino alguien con mucha experiencia y seguridad. Con controlar el navegador es suficiente. Y sin embargo, salir de la ciudad se nos presenta más complicado de lo que nuestros navegadores parlantes lo pintan. Tras una hora dando vueltas, despegamos de la ciudad en dirección Grenoble-Annecy-Ginebra, por una autopista de peaje que cuesta 17 módicos euros. Viajamos entre paisajes de una infinidad de verdes inabarcable. Las montañas se van levantando en farallones imposibles. A la altura de Chambery, que también está en mi disco duro de forma vaga, no podemos vislumbrar el lago. Con el retraso en la salida, no pensamos en parar. Seguimos hasta llegar a Annecy, ciudad de 140.000 habitantes, que se nos antoja a priori abarcable. El punto de información, adonde vamos a pedir un mapa de papel de los de antes. Está en un pequeño centro comercial donde preparan algún tipo de evento, a la vista de las telas que cuelgan del techo de cristal.


Conforme nos acercamos al casco antiguo de la ciudad, se me hace evidente que el recuerdo inicial debió de ser soñado, porque no reconozco nada de lo que voy viendo: la parte vieja se remonta al siglo XII y está atravesada por canales de aguas transparentes, procedentes de los neveros alpinos. Hay pasajes y puentes que permiten cruzar de una zona a otra, y que en nuestro deambular sin orientación todavía nos muestran restos del esplendor señorial levantado por la nobleza de Nemours que allí se detenía en sus traslados: palacios, la sobria catedral de Saint Pierre, románica de transición con su aguja horadando el azul brillante de la mañana, una fortaleza encaramada en un risco de claro carácter defensivo, el conocido como "Palacio de la Isla", que fue prisión y que se alza en medio de dos corrientes que confluyen en dirección al lago, como la quilla de piedra de un viejo barco.   









Y hasta aquí el gozo del turista. Poco a poco el agobio ante el gentío que se agolpa en las calles va en aumento. La gentrificación ha tomado las plantas bajas, convertidas todas en restaurantes y tiendas de souvenirs. Da la impresión de que los habitantes viven fuera del perímetro central. Nosotros, guiris, también participamos en este contradiós de masificación sin sentido, que se justifica con cuatro fotos y el "yo estuve allí" para las redes. Y así, una ciudad con semejante encanto natural la convertimos en un parque temático para adolescentes en viaje de fin de curso, jubilados en vacación permanente y aquellos que las empiezan ahora. Somos depredadores de la tranquilidad de sus habitantes naturales. Destrozamos el encanto con el que nuestra imaginación pudiera vestir cada rincón, al estar trufado de gente. Sólo la naturaleza se salva: los brillantes canales, el azul profundo del horizonte del lago, el boscaje del jardín que acompaña sus orillas, la presencia imponente de los primeros picos pre alpinos que reverberan entre nubes bajas y algún rincón extrañamente solitario.


 















A la una del mediodía ya no hay modo de encontrar un sitio para comer que no ofrezca la típica comida de queso de la Alta Saboya. Buscamos algo más auténtico, menos menú del día para turistas. Acabamos alejándonos del centro, hasta localizar uno con buenas referencias en el buscador y que naturalmente está completo. Un poco desesperados acabamos en un vegetariano con pinta de restaurante para jóvenes universitarios, donde nos sirven con diligencia y simpatía.


Tras una minisiesta reparadora, apoyado en una pared tranquila, nos dirigimos hacia el lago, dejando a un lado el repecho que conduce hacia el castillo, en lo alto de la colina, que alberga un museo permanente sobre los lagos alpinos, que no estamos en condiciones de visitar. Los tejados de pronunciada inclinación indican las abundantes nevadas que se deben de soportar aquí en invierno. Como no hay estaciones de esquí cerca, tal vez sea esa época más adecuada para visitar Annecy. Ahora la marea de visitantes peripatéticos ha descendido algo y callejeamos más tranquilos, hasta desembocar en el lugar que tanto atrae a los turistas, el lago.





 














El lugar recoge aguas de neveros, que lo convierten en uno de los lagos más limpios del mundo, dadas las estaciones de depuración creadas para salvarlo de la contaminación. Tiene su origen en el deshielo de los antiguos glaciares y es el segundo más grande de Francia. Tal vez por ser la hora que es, el sol empieza a quemar. Hay gente que coge patinetes acuáticos para pedalear sobre las aguas, hay quien directamente se baña, o quienes lanzan una pelota a un perro diligente que se chapuza y nada hasta atraparla.  Otros corren bajo la arboleda o pedalean en bici por carriles específicos que les permiten una velocidad endiablada. 












Salimos hacia Lyon antes de lo que pensamos, porque queremos devolver las llaves del coche en mano. Ahora la orientación es mucho más fácil, aunque a la entrada de la ciudad volvemos a encontrar los atascos habituales. Cuando llegamos a Perrache, la agencia ya ha cerrado, así que dejamos la llave en un buzón ad hoc. Cenamos una piza y de postre un cruasán con chocolate. Hay que hacer maleta, porque mañana toca de nuevo madrugón. Ahora ya sabemos el recorrido de vuelta: metro A, tren y diez minutos a pie hasta la terminal 2, que es la nuestra. 


El vuelo se pasa en un sueño. Ni una vibración que nos despierte o inquiete. Al despertar estamos sobrevolando Formentera y la ventanilla deja ver finalmente un cuadro abstracto.



La escapada sanjuanera ha concluido. No sé si la toma de conciencia del último día y la contrición subsiguiente nos hará restringir nuestras futuras salidas. Hemos descubierto lugares, monumentos, espacios de los que no teníamos noticia. Creo que volvemos con una experiencia enriquecida por lo vivido. aunque no sé si esto último es un modo de autoindulgencia. Seguiremos informado.

José Manuel Mora.


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