Una educación, de Tara Westover

Infatigable

Quienes curiosean por estas "páginas" saben que suelo citar mis fuentes. Probablemente, sin la sugerencia de mi antigua compañera, Carmen Quintans, lectora infatigable, no habría llegado nunca a descubrir a esta autora. Westover, Tara. Una educación. Barcelona: Editorial Lumen, 2018. Trad. de Antonia Martín. 472 págs. He colocado la cubierta del ejemplar que he tenido entre las manos, y esta otra que desconocía, pero que me parece enormemente sugerente en relación con la historia.











Westover (Idaho, 1986) es, en sí misma, un ejemplo de la ausencia de determinación en nuestras vidas. Habiendo nacido en uno de esos territorios rurales de los USA más desconocidos, ha acabado en Gran Bretaña con un doctorado en Cambridge. Ahora ejerce como historiadora, ensayista y biógrafa reconocida, sobre todo desde la publicación del libro que voy a comentar, que fue multipremiado.

Cuando empecé a leer la historia de la protagonista, contada por ella misma, "ahora, con 29 años, me siento a escribir" (pág. 116), pensé que la ubicación temporal de la comunidad mormona donde vive Tara estaba situada en el s. XIX. En cuanto comencé a percibir señales de nuestra actualidad, de maquinaria pesada, de políticos como la Thatcher, caí en la cuenta de que la historia se enmarcaba en la más rabiosa actualidad. Y no daba crédito a que el grado de fanatismo del patriarca impidiera la inscripción en el registro civil de su nacimiento, la vacunación de sus siete hijos, la escolarización normalizada para evitar que los "illuminati" llenaran sus cabezas de ideas perniciosas, "no quieren que el Gobierno lave el cerebro de sus hijos en las escuelas públicas" (pág.27), o la hospitalización de algún familiar herido, convencido de que los médicos eran "agentes de un estado maligno". Dejo aparte el hecho de su acumulación de petróleo, alimentos y armas para sobrevivir al ya próximo fin de la civilización o para defenderse de un posible ataque de los federales. Todo como en una película de ciencia ficción, sólo que estos grupos de "sobrevivencialistas" existen de verdad y que tratan de impedir por todos los medios que el Estado intervenga en sus vidas. Por todo ello "la paranoia y el fundamentalismo troceaban mi vida" (pág. 56). Todo ello transcurre en un mundo de contradicciones sin cuento: frente al patriarcado absoluto del padre, su madre, "pese a ser mujer adulta con siete hijos, por primera vez en su vida era, sin objeciones ni salvedades, quien estaba al mando" (pág. 38), gracias a que ejercía de comadrona en la comarca, sin titulación, por supuesto, y con un negocio progresivamente exitoso de hierbas homeopáticas. A la vez en esa comunidad mormona la poligamia está perfectamente admitida. 

Y surge de pronto un rasgo del carácter de Tara que empieza a hacérnosla atractiva: con diecisiete años "tuve una idea peregrina: debía matricularme en la escuela pública" (pág. 98), ya que su madre y su hermano la habían enseñado a leer y a escribir, al tiempo que seguía participando en el desguace del padre, en trabajos brutalmente peligrosos, que provocaban accidentes y heridas graves a los que en él trabajaban. Y a escondidas, noche tras noche, empezó a leer libros de texto: "Estaba adquiriendo una aptitud fundamental: la paciencia para leer lo que aún no entendía" (pág. 101). Y así descubre que "ese instinto me había enseñado su única doctrina: que las posibilidades son mejores si confías sólo en ti misma" (pág. 155). Ello le permite aprobar el examen de ingreso en la universidad, y gracias a unas becas que desconocía, consigue graduarse. Hay una contradicción íntima en ella: "Seguiría siendo una niña para siempre, a perpetuidad, o bien me alejaría de mi padre" (pág. 197), con lo que eso le supondría de desgarro: "Había vivido 19 años como mi padre quería [...] en una batalla de voluntades inacabable" (pág. 305/318). 


Sus trabajos de investigación son tan brillantes, que logra otra beca para ir a estudiar a Cambridge. La posibilidad de volver a la montaña y encerrarse en una cocina comienza a ser remota. "Cuando había asistido a la primera clase de estudios internacionales (desconocía la existencia del Holocausto), me preguntaba cómo era posible que, siendo una mujer, me atrajera algo tan poco femenino" (pág. 328). Y cada vez que vuelve a casa por vacaciones se le va haciendo insoportable la contradicción: "Universitaria o ramera. Las dos cosas no podían ser" (pág. 344), según su padre y su hermano Shawn, un personaje terrible del que recibe constante maltrato. Su testimonio ante sus padres no sirve de nada. Su hermano es el varón y el que tiene la razón, y ella está bordeando la locura, aunque es en la universidad donde escucha por primera vez la palabra "bipolar", que le parece que se ajusta como un guante al primero. 


La maestría de la narradora, sin apenas florituras estilísticas, consigue que no decaiga la tensión entre los dos mundos en los que vive. Una canción de Bob Marley le abrió otro camino: "Nadie salvo nosotros puede liberar nuestra mente" (pág. 366).  Y es así como el libro, su autobiografía, se convierte en una muestra de que "la vida no es algo inalterable" (pág. 404). Sus estudios, sus experiencias lejos del infierno familiar, el contacto con otros ambientes en París, en Italia, acaban permitiendo que Tara sea capaz de "construir mi propio pensamiento" (pág. 403), frente al fanatismo del padre mormón. Un historia ejemplar de superación y de autoafirmación, logrados gracias a la educación de la que habla el título, que nos mantiene amarrados al libro hasta su final.

José Manuel Mora.



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