Desde que supe que venía a Alicante, sabía que tenía que verla. No fui bastante rápido y, cuando quise comprar la entrada, estaba casi todo vendido. Menos mal que la Sala Arniches es nuestra "bombonera" particular y los espectáculos de pequeño formato se sienten cercanos. El título de la obra,14.4, hace referencia a la distancia que separa África de Europa, justo lo que mide el estrecho de Gibraltar, frontera infranqueable para muchos, que tan pocos logran cruzar. El responsable de la dramaturgia es Juan Diego Botto, a quien sigo desde casi sus comienzos en cine (lo último que vi de él me conmovió profundamente, Una noche sin luna), quien lo ha coescrito con Sergio Peris-Mencheta, desde la distancia de su cáncer estadounidense, dirigiendo on line por vídeo conferencia al único actor de la pieza, Ahmed Younoussi, corresponsable también, ya que es su propia historia la que se presenta en escena. A él le prometió en 2009 contar su odisea. Quince años después, y sobreponiéndose a su enfermedad, ha cumplido.
Toda la información anterior la tenía yo de haberla leído en los diarios, tras su estreno en Madrid. Había otra razón que me hacía apetecible asistir a la función, y es el hecho de haber explicado durante años a mi alumnado de 4º de la ESO un tema titulado "Los movimientos migratorios". Hoy en día están tristemente de actualidad por todos los pasos atrás que parece se están dando en la Unión Europea. La aventura teatral de Ahmed arrancó al tener que sustituir a quien iba a protagonizar el cortometraje Metrópolis Ferry.Tenía entonces 17 años. Fue Peris-Mencheta quien le proporcionó la oportunidad de cursar estudios de interpretación en la escuela de Cristina Rota. Ha participado en series como El Príncipe, o La Unidad. Ahora se sube al escenario en un papel de protagonista absoluto.
Alguien que parece formar parte del personal de sala pide que se apaguen los teléfonos, interactuando con los de la primera fila. Pronto descubrimos que es el actor cuando sube al escenario. Su dicción es en tan correcto castellano que lo hubiera tomado por español. Lo es por su DNI, aunque haya nacido en Alcazarquivir (Al Kazar el Quevir, antes de ser colonia española, ahora con su nombre original de nuevo). Y se marca una clase de geografía-historia colonial con mapas y todo de lo más instructiva y necesaria para aproximarnos al fenómeno de la migración y sus orígenes. La pieza tiene tres actos y el primero se centra en la niñez de Ahmed, golpeado a correazos por un padre inmisericorde que cree que así lo enseñará a vivir. Además lo hacen trabajar en un taller con sólo cinco años por un euro al día. No es de extrañar que, en cuanto puede, la criatura escape hacia Tánger.
El segundo muestra lo que supone para un niño de seis años pasar de un pueblito a una ciudad de carácter internacional, lo que lo obligó a buscarse la vida y a sobrevivir gracias a la solidaridad grupal con su amigo Ashraf y al pegamento que esnifan en un calcetín para burlar el hambre. La costa europea parece estar a tiro de piedra, con todos los atractivos que pueden resumirse en un balón de cuero o en unas deportivas como las de los turistas. Intenta cruzar en los bajos de los camiones hasta siete veces. Siempre es devuelto. Ahmed sigue siendo didáctico en su exposición, con esquemas de los bajos de un tráiler, o con las fotos de la escollera del puerto imposible, donde vive una de sus primeras tragedias, la pérdida de su amigo.
En el tercer acto, ya con nueve años, nos cuenta cómo logra pasar subido al techo de una caravana mientras va dormido. Cuando lee en un cartel que está en Barbate, sabe que ha llegado a Europa. Unas chicas se hacen cargo de él, le proporcionan un primer baño con espuma y una buena cena, y acaba en un centro de acogida de menores, donde tiene la suerte de conocer como tutor a Borja, quien lo acaba prohijando y proporcionándole todo el amor que el chico nunca tuvo y abriéndole las puertas a una integración completa. Las analepsis y las prolepsis han ido salpicando la historia para romper momentos de tensión extrema. En toda la narración se alterna el humor, el drama, la evocación, la rabia, el lirismo... Todo acaba enriqueciendo al personaje y a su aventura.
Como en el tablado de la antigua farsa, el bululú, unidad mínima teatral, requería desdoblarse para no ser tan solo una narración juglaresca. Y así, el actor/personaje ha de alternar voces y lugares para ser él mismo y su amigo, o un turista que lo invita a comer. Cuando pasa al amazigh, dialecto norteño, unas pantallas en alto proporcionan la traducción. La soltura con la que el actor pasa de un idioma a otro es sorprendente. Los elementos de dramaturgia son las pantallas en las que se proyectan objetos, fotos o vídeos y una base de madera de la que sale todo aquello que el personaje necesita, como ya hacía Botto en la obra de Lorca, o que puede recoger el agua de lluvia que empapa a Ahmed. Las luces y la música acaban por completar el cuadro.
La obra termina con un vídeo casero que muestra al niño de nueve años chapurreando ya español, que logra encoger el corazón de la platea, lágrimas incluidas. Tras el oscuro final, un atronador aplauso, largo y conmovido. Pude hablar con Ahmed a la salida, y le agradecí lo que acababa de ver. Le dije que su espectáculo pone voz a miles y miles de migrantes que buscan una situación mejor para ellos y sus familias, jugándose una vida, que muchas veces pierden. ¡Qué inmenso cementerio marino en el Estrecho o frente a Canarias! Ya sé que algunas críticas han tachado el espectáculo de excesivamente didáctico y tendencioso ideológicamente. Yo lo considero absolutamente necesario. Ahmed es una muestra de humanidad que nos pone ante un espejo para reconocernos semejantes.
José Manuel Mora.
P.D. Para quienes lean esto desde otros lugares, recomiendo no perdérsela.
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