Ibiza, II

 Dalt Vila

Hoy tenemos el primer viaje colectivo, en un autobús lleno de "ancianitos", con un guía que resulta alguien muy bien preparado y conocedor de su tierra. Ya en el arranque nos advierte de que lo que vamos a visitar, el casco antiguo de la ciudad de Ibiza, conocido como Dalt Vila, por estar situado en lo alto de una colina, está considerado Patrimonio de la Humanidad, honor que pocas ciudades tienen en nuestro país. Durante el recorrido, de apenas media hora, podemos apreciar el paisaje profundamente mediterráneo de la isla, que sorprende por su verdor: pinos, palmeras, naranjos, almendros, higueras, todo pespunteado por las típicas casas cubiculares, blancas, algunas con horno exterior, pozo, albercas y riu-rau, que es como se conoce a las arcadas de la fachada que da a mediodía y que protegen de la solanera. Todo con ese espíritu payés de autoabastecimiento. No hay grandes desastres urbanísticos a la vista, como sucede en nuestra tierra. Luego veremos alguno. Nos detenemos en el Paseo Marítimo, desde donde se alza imponente la ciudad fortificada en lo alto. Hace un día gris. No hay nadie en las calles.

Nos va informando del origen fenicio de la ubicación, seguido por la cultura púnica asentada en el mismo enclave, la ocupación romana, la llegada de los musulmanes y la definitiva conquista por parte de los aragoneses. Es evidente que el lugar tenía un carácter defensivo y estratégico, dada su ubicación en medio de rutas marítimas importantes. Así lo debieron entender en el s. XVI, cuando bajo Carlos I se levantó la fortificación, heptagonal, con baluartes en cada uno de sus vértices. Los lienzos de muralla guardan la inclinación necesaria para la protección y el ataque. Se construyeron en apenas cuarenta años. Creo que no he vista algo tan imponente salvo las de Pamplona y las de Sabbionetta, cerca de Mantua, todas del mismo periodo. Su estado de conservación resulta sorprendente. Está claro que se va a poner a prueba la fortaleza de nuestras piernas. El gimnasio acabará sirviendo para algo.  


Una vez en el interior de la fortaleza, continuamos la ascensión por callejuelas empinadas, estrechas, blancas, de un par de alturas como máximo, con los marcos de puertas y ventanas iluminados con colores vivísimos, al igual que algunas fachadas que están pintadas con tonos absolutamente mediterráneos. Sigue llamando la atención el cierre de los locales a pie de calle. Parece una ciudad abandonada.











Limpia, cuidada, con algún rastro de famoseo en unas huellas de manos estampadas en planchas de barro, que se exponen con el nombre de quienes dejaron su impronta. Pasamos por delante de una iglesuca, la llamada del Hospitalet, en la que me meto a curiosear. Resulta ser de culto ortodoxo, para los rumanos que por allí viven. Hay también un convento de clausura, el Convent de ses Monges Tancades, con un retablo barroco potente, donde se anuncia la venta de dulces hechos por las monjas. 




















Llegamos por fin a la plaza donde se alza la catedral, un soberbio edifico de estilo gótico catalán (s. XIII), con un campanario imponente, que es el que se ve desde el puerto. Fue construido sobre la antigua mezquita de Yebisha, nombre en árabe de la ciudad. Está dedicado a la Virgen de las Nieves, extraña patrona de un lugar donde no nieva nunca. El interior, todo blanco, tiene ya aires barrocos en su decoración. El Museo Diocesano parece que ha sido restaurado y con sólo una ojeada, da la impresión de que podría resultar interesante, a pesar de lo poco amigo que soy de las muestras de fastos eclesiales. No hay tiempo, sin embargo. En la plazuela, frente a la mole, se alza discreta la casa de la curia, de un gótico casi humilde. Y a la derecha hay una enorme balconada desde donde se contempla el puerto, con los barcos que cruzan a Formentera y los que van a la península, enormes paquebotes. 









Y tras un rato de tiempo libre, comenzamos el descenso por un pasaje con aires de bunker. En un rincón, una reja que impide el paso y un cañón con aires de época, consiguen dar "color local". Llegamos a una plazuela donde se encuentra el antiguo ayuntamiento, que se ubicó en un convento con claustro y ciprés. Y salimos por fin del recinto más elevado por una portalada que luce en lo alto la cruz y el escudo de la casa de Aragón. Queda dejar la fortificación saliendo por un portón con puente levadizo que en su momento permitía aislarla. Bajando la rampa se encuentra el Mercat Vell, que ahora está casi vacío de puestos y que tiene aires neoclásicos. 























Entramos luego en el Teatro Pereira, que tiene un bar en el que reponerse. Además se puede visitar la sala, que ejerció de cine en tiempos y que ahora ha vuelto a su ser. Toda ella es de un rojo encendido, muy decimonónico. Se levantó gracias a los círculos ilustrados de la ciudad. Está bien restaurado.


Y a las 12:30 hemos de estar ya en el autobús para regresar al hotel. Tras la comida y la siesta, la tarde se presenta tranquila. Me entero de que hay una clase de zumba y me animo a mover el esqueleto con media docena más de personas desinhibidas y con ganas de marcha. El instructor es un francés que castiga el español a modo. Muy divertido. Luego, un café permite trabar conversación con el camarero, proveniente de Jaén, donde no piensa volver, dadas las condiciones de trabajo que hay por allá. Tras la cena salimos a la balconada. Casi hay luna llena, reflejada temblorosa en aguas quietas y apenas rumorosas, golpeando contra el espigón, en el que hay una figura humana toda de blanco. Resulta un efecto muy cinematográfico.



José Manuel Mora.







Comentarios

Juana ha dicho que…
Realmente tus relatos me dan la sensación de estar allí . Muchas gracias !
Castilla ha dicho que…
Tengo la sensación, con tu narración y las fotos, de haber estado allí
Nuria Fernández Estebané ha dicho que…
Dan ganas de volver