Ibiza, III

El Sur

Hoy toca madrugar. Tenemos excursión colectiva a la zona sur de la isla. Chove miudiño, que dicen en Galicia. La carretera discurre entre montículos cargados de pinos. Nos explican que el topónimo "Pitiusas", viene del término griego "pitys", que significa justamente pino. Se le dio ese nombre a estas islas meridionales, dada la abundancia del árbol en ellas. Las casas blancas, de planta baja, se diseminan entre ellos, formando una postal turística. Se ve incluso algún molino de aspas lineales. Rodeamos la capital y seguimos hacia el extremo de la isla, hacia el parque natural de Ses Salines, que integra también la zona marítima y se extiende hasta Formentera, ahora más protegida que antaño. Las láminas de agua dormida, que esperan su evaporación para dejar al descubierto la preciosa sal que contienen, no es un espectáculo ajeno a los que venimos de Alicante, teniendo tan cerca las de Santa Pola.
























Desde el autobús, el cristal distorsiona los colores. Paramos en un centro de interpretación montado en el interior de una vieja iglesia desacralizada, toda blanca y sobria y que alberga fotografías que ilustran el proceso de extracción de la sal. Son antiguas y resultan muy curiosas. Dan idea de lo duro del trabajo no hace tantos años. Hay un mirador desde el que contemplar los pocos flamencos que pasean con sus zancos la laguna artificial y salina.  









Desde allí mismo y caminando se llega a la
playa de Ses Salines. Es bastante abierta. Los pinos da la impresión de que quieran mirarse en el espejo del mar, tan cerca están de la orilla. A esa hora el agua se ha vuelto estaño fundido y los contraluces para las fotos son brutales. Según nos cuentan, en verano esta playa está muy concurrida. Ahora la podemos disfrutar absolutamente vacía. Sin embargo no nos dejan mucho tiempo de contemplación. Estos viajes organizados tienen eso, la rapidez con la que se visita cada rincón.


El bus se dirige hacia Sant Josep. Todos los pueblos aquí llevan nombre de santo, como podremos comprobar. No tiene nada de particular, tal vez que las construcciones respetan la estética de las de la isla, y que un naranjo en la puerta de la vivienda puede ser a touch of class, que decimos los ingleses. Nos informan de que las casas de segunda mano en la zona se venden por la módica suma de 350.000 €. Entramos en la iglesia del pueblo, algo más airosa en su interior, con una portalada que debe de proteger a los fieles de unas improbables lluvias, luminosa por dentro, y con algunas peculiaridades, como un púlpito de madera pintada, y el cuadro de un Cristo que gira sobre su eje lateral para dejar ver su espalda lacerada. Voy observando que a la entrada de las mismas suele haber un calvario esquemático con las tres cruces pertinentes. Curiosos.

































Al salir, nos informan de que en el pueblo se hacen dulces típicos llamados orelletes, y compramos para el café. También tienen flaó, un postre que probé por primera vez de las manos de una ibicenca de fuste, la madre María Bufí. En su memoria llevamos también una porción, convencido de que no estará tan bueno como el que ella hacía. Desde el bus, a través de los cristales tintados, vemos algunos almendros florecidos tímidamente. La carretera se va encrespando y culebrea por una zona más montañosa de lo visto hasta ahora. Desde lo alto hay un panorama fugaz en el que las edificaciones quedan muy lejos de las que destrozaron la costa alicantina. Y llegamos a la Cala Vedella, que es donde se supone que vamos a comer. 











El día se ha aclarado y la mañana ha quedado brillante. La sorpresa es grande al llegar a una playa recogida, vacía, íntima, dormida en su quietud. No molestan las casitas entre los pinos. Sólo hay ojos para descansar en esa superficie calma y azul. El restaurante donde vamos a comer está en primera línea. Nos tienen preparado un plato típico de aquí, para servir en una mesa redonda y servirlo desde el puchero. Se trata de arroç de matances, hecho naturalmente con cerdo. Muy rico. La mesa de diez sirve para socializar con gente con la que no habíamos coincidido todavía. Dada la mejoría del tiempo, salimos a tomar un café a la terraza, y allí damos cuenta de les orelletes, del flaó y la copita de frígola, licor de tomillo que probé por primera vez muy lejos del Mediterráneo, en Tudela de Duero, adonde la traía nuestro compañero el ibicenco, Antonio. 


 






















En el autobús, ya volviendo, escuchamos al conductor con un discurso más que razonable, cargado de conciencia serena de clase trabajadora. Un lujo, lejos de tanto trumpismo desnortado que empieza a recorrer nuestros lares. Al llegar, da tiempo a una siesta, a algo de bitácora hasta que se hace la hora de la cena. Fuera la luna brilla matizada por unas nubes leves. Toca descansar.


José Manuel Mora.

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