Sa Vila
Hoy tenemos una "visita guiada" especial, ya que quien nos va a acompañar es una ibicenca de pro, Na Margalida Cardona, que ha vivido en Sa Vila buena parte de su vida. Así que esperamos conocer rincones no descubiertos en nuestro recorrido del primer día. Hoy ha amanecido radiante. El sol es un puñetazo de luz en medio del cielo. Mientras esperamos, bajamos a la playa del complejo hotelero en la que no hay ni un alma.
Margalida llega puntual. Cada vez me recuerda más a su madre, tan generosa como para acoger en su casa a una troupe de peninsulares con ganas de comerse el mundo allá por los setenta. Conduce con seguridad hacia la ciudad. La cuestión del aparcamiento debe de ser una locura en verano. Ahora lo deja en un espacio del que tiene tarjeta para quedarse. Y comenzamos el paseo. Junto a la dársena del puerto hay una escultura que no vimos el primer día, un "homenaje" a los jipis de los años sesenta-setenta, que descubrieron la isla como el paraíso que la convirtió en lugar de peregrinación. Las dos figuras me parecen fruto de una idealización de lo que fue.
Y al llegar al pie de la muralla, ésta se nos vuelve a presentar con toda la fuerza que sus piedras poseen. Las puertas de los locales están cerradas. Lo que en verano debe de ser un bullicio imposible, ahora es un remanso de paz. No hay apenas paseantes, ni turistas, ni casi gente que vaya a sus quehaceres diarios. La ciudad invernal parece dormitar esperando la llegada del calor y de las multitudes.
Y comenzamos la ascensión a la parte alta de la ciudad, por donde el primer día realizamos el descenso. La cuesta que enfilamos, Sa Carrossa, deja a la derecha a un párroco en bronce, En Isidor Macabich i Llobet (1883-1973), canónigo, archivero, cronista de la isla, poeta e historiador muy admirado aquí por sus estudios e investigaciones sobre el costumbrismo isleño. Fundó el Instituto de Estudios Ibicencos, además de ser académico de la Historia y de la Lengua. Un personaje. Nos dirigimos hacia el baluarte de Santa Lucia.
Y accedemos así a la primera de las balconadas. Deja ver a nuestros pies una playita de aspecto inaccesible y por ello sorprendentemente limpia. Por la bocana del puerto está saliendo un buque de guerra. El resplandor del mar impide casi ver ningún detalle. Tenemos la impresión de estar en una primavera adelantada. Más adelante se divisan las cúpulas achaparradas de teja oscura, que tienen un aire de iglesia ortodoxa griega.
Entramos en el antiguo Ayuntamiento, que se albergó en un convento de dominicos del s. XVI, con su claustro y su ciprés. En un giro de guión mayúsculo, el antiguo refectorio es ahora sala de exposiciones, en concreto se presentan unos grafitti que no sé si son acordes con el lugar. Todo está cuidadosamente mantenido. Al Archivo Histórico Provincial no se puede acceder. Hay una maqueta de Dalt Vila que permite hacerse una idea de la forma en promontorio que tiene la ciudad amurallada.
Y desde allí, por callejas de perspectivas novedosas de la torre de la catedral, que no habíamos recorrido el primer día, llegamos al Museo Puget (conocido como Can Comasema) ante el cual ya habíamos pasado, y que me llamó la atención por su ventanal de tres arcos en lo alto de una fachada sobria, y por su patizuelo gótico catalán, del s. XV, que entreví apenas, y en el que ahora sí nos disponemos a entrar. Alberga 130 obras de Narcís Puget y de su hijo. La familia donó la obra al Estado, trabajos a lápiz como esbozos efectivos, óleos y acuarelas de temática costumbrista, de buena factura y que muestran aspectos finiseculares de la vida de la isla. Las hay muy sugerentes de trazo, sombra y color. Descubro entonces que en Ibiza todos los museos son gratuitos. Un lujo.
Siguiendo el trazado de la muralla entre sus baluartes, vemos en el último que todavía hay zonas que no han sido del todo excavadas. Hay sin embargo un pasaje excavado en la roca, de cómoda andadura.
Las perspectivas son nuevas, como nueva es la bajada por el Portal Nou, de altísimo arco, que nos deja en el Paseo de Vara de Rey, por el nombre de un héroe de la Guerra de Cuba, que ahora se alza sobre un enorme pedestal. Los de la ciudad lo conocen como Passeig S'Alamera, tiene solera decimonónica, con casas señoriales con fachada a mediodía, luminosas y restauradas con gusto. Hay más vida a esta hora del aperitivo. Ya vemos alguna terraza con gente que se toma una cerveza al sol. Nuestra "guía" elige Ca N'Alfredo, en el mismo paseo, para que probemos uno de los platos más típicos de la isla: el bollit de peix, lo que los alicantinos conocemos como "caldero" de toda la vida. Antes sirven unos pinchos de sobrasada y botifarra a la plancha y luego una coca payesa con espinacas, mientras esperamos el pescado, que en realidad es de tres clases, rape, cabracho y dentol, acompañados con patatas con all i oli. Descubrimos con espanto, que aún queda el arroz a banda, de apenas un dedo de espesor, exquisito, por cierto. Concluimos con sorbete de mandarina, frígola y café. Na Margalida es generosa y nos invita. A la salida la luz ha cambiado y los árboles y el monumento tienen otro volumen.
La sobremesa se ha prolongado y caminamos luego tranquilos, por la vía Romana, hacia el Museo Monográfico Puig des Molins. Está rodeado de una necrópolis fenicia a cielo abierto, excavada en la roca viva, donde se enterraba a la gente desde hace 2.500 años. Son los famosos hipogeos. Abren a las cinco de la tarde y hay que ingresar con cascos para evitar golpes peligrosos en el descenso a las tumbas, que se empezaron a excavar en 1945 y que fueron saqueadas, hasta que se consideró zona protegida. Se puede descender a una de ellas y vemos los sarcófagos con esqueletos, no sé si originales.
A la entrada del nuevo edificio hay un vídeo muy didáctico y que aclara lo que se verá después. Se trata de una colección particular, cedida a la ciudad. Incluye múltiples piezas en barro cerámico, pebeteros de bronce, pomos de pasta vidriada, monedas, herramientas. Todo está bien expuesto y documentado. Hay una novedad antes de salir, unas gafas de realidad virtual que permiten realizar la visita a varios museos fenicios y púnicos a golpe de clic y sin moverse del sitio. Los resultados sorprenden por la proximidad de las piezas, al alcance de la mano que no puede sin embargo llegar a tocarlas. El rato es muy divertidos. Disfrutamos como críos.
Cuando salimos, está ya anocheciendo. Regresamos con la sensación de haber visto una ciudad distinta a la del primer día. Ventajas de visitarla con alguien de la tierra, Na Margalida. A pesar de la oscuridad, conduce con seguridad hasta nuestra residencia y nos emplazamos para una nueva jornada el próximo domingo. Naturalmente no cenamos.
José Manuel Mora.
Comentarios