Ibiza V

El norte

Hoy toca de nuevo sumarse al grupo. Hemos contratado dos excursiones diferentes: la de la mañana se dirige al norte de la isla; la de la tarde, en trenet, se quedará en los alrededores. Y, en la dirección que llevamos, encontramos otro pueblito llamado San Miquel de Balansat, con su iglesia tipo fortaleza, del estilo de la que ya vimos en Santa Eulària, de las que acogían el culto al tiempo que servían de protección y defensa contra piratas. Lo que frontalmente no es más que una ermita con su porche de vigas de sabina y unas cuantas macetas, sorprende por el refuerzo trasero, que es imponente. Se levantó en el s. XIV, pero ya en el XVIII se le añadieron dos capillas laterales, bellamente decoradas, que contrastan enormemente con la blancura de la nave principal. 


En la plazuela que hay delante de la iglesia encontramos un pozo, una enorme sabina y a un paseante en bronce con un libro en las manos en actitud de lectura peripatética, se trata de Marià Villangómez, gran escritor ibicenco, para mí totalmente desconocido. La cultura pitiusa parece estar "aislada" y no llega a la Península. Curioseo por encima de su hombro para ver si averiguo qué lee. Sin mucho éxito.



















Y desde allí, vamos subiendo entre pinos por unas colinas cuajadas de verdor invernal, algo frío; allá abajo se dibuja una llanura azul: el mar, y descendemos hasta llegar a Port San Miquel. La cala se ha dormido sobre un lecho de arena dorada. A la derecha queda un varadero para embarcaciones pequeñas de pescadores, donde pueden ser calafateadas. En medio del azul circular y transparente, al fondo, hay un islote y en él un único chalé, propiedad particular de un magnate ruso. Con ser llamativo, me escandaliza más un mamotreto  en terraza, de ocho alturas, en la ladera este. Se permitió el atentado hace años, tal vez con otros criterios. Pero llama todavía más la atención ver que ahora se está restaurando otro más arriba. No aprendemos. Siguen sacando tajada.
















Pegada a una pared de roca viva, bajan unas escaleras que conducen a la gruta de Can Marçà. Son 230 escalones que caen a plomo sobre el mar, con barandilla, para ayudar a los que padecen vértigo. La puerta de la cueva da paso a un espacio que fue refugio de piratas, de traficantes y de resistentes antifranquistas. Curiosamente, el guía es torinés, con levísimo acento que lo delata. Se nota que repite la explicación  como el sacristán los rezos, "que no hagan callo las cosas / ni en el alma ni en el cuerpo", que decía León Felipe. Pero la cueva es profunda, cómoda de recorrer y bien iluminada. Abriga grupos de estalactitas y estalagmitas, deshaciéndose por falta de humedad. Unas concavidades llenas de un agua de un verde quieto recuerdan las azules de Pamukkale, en la lejana Turquía. Al fondo del recorrido hay una cavidad profunda y elevada con juego de luces y música y una cascada que mana de un circuito cerrado cada vez que el guía da la orden. 




















Para salir, es necesario remontar las escaleras, pero no todas, ya que la abertura está a un nivel superior al de la entrada. Y desde allí el autobús nos acerca al conjunto de Las Dalias, mercadillo que fue jipi en los 80 y que alberga un sinfín de artesanos que trabajan todo tipo de materiales y vendedores sin cuento. Aún se ven personajes que parecen venidos de épocas pasadas. Como no estamos interesados en comprar, damos un paseo entre los puestos y luego nos sentamos tranquilamente al sol.  


No hay mucho tiempo para comer y descansar, porque por la tarde tenemos la excursión del tren de juguete, que durará tres horas. Parecemos críos en salida escolar. En el altavoz suena música sesentera. Atravesamos campos de tierra rojiza, delimitados por muretes de piedras apiladas que cercan los terrenos que rodean a las casas de payeses, blancas, de planta baja, con su riu-rau y su horno a la puerta, modos de vivir que sobreviven a pesar de tanta modernez turística. Ahora las lomas son más suaves, cuajadas de pino carrasco, de algarrobos, de algún olivo, viñedos, todo de dimensiones muy humanas. Y así llegamos a la cala del Pou d'es Lleó, cerrada, íntima, cubierta de posidonia seca, que se amontona mullida al borde del agua. Hay también un pequeño varadero en un lateral. Nos dicen que hubo aquí un contrataque republicano contra las tropas franquistas que habían tomado el lugar al principio del levantamiento militar faccioso. 



Queda un última visita al pueblo de San Carles. También éste luce una iglesia con porche blanco y un interior casi desnudo. Tiene una peculiaridad y es que, bajo los arcos de la entrada, hay un confesionario de obra. En el lado opuesto de la fachada las tres cruces que simbolizan un calvario minimalista. En un lateral luce una alberca convertida ahora en fuente, con una boca de la que supuestamente manaría el agua del pozo adjunto.















Nos queda por visitar la playa de es Canar, con su islote en medio del arco que traza el agua al venir a descansar a la arena, trayendo su cargamento de posidonias desmayadas. A la derecha una pequeña ensenada hace de puerto para pequeñas embarcaciones deportivas. Hay muchos hoteles  y establecimientos, todos cerrados, pero que recobrarán vida cuando lleguen los guiris. A nosotros nos viene bien esta tranquilidad de atardecida invernal. Me llama la atención un edificio de apartamentos con una escalera exterior que parece sutilmente dibujada. 





































Volvemos con algo de bruma que enmascara un sol casi vespertino. Va refrescando y se agradece llegar a la habitación. Mañana será nuestro último día y volveremos a tener la compañía de nuestra amiga Margalida. 

José Manuel Mora. 

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