El norte
Hoy toca de nuevo sumarse al grupo. Hemos contratado dos excursiones diferentes: la de la mañana se dirige al norte de la isla; la de la tarde, en trenet, se quedará en los alrededores. Y, en la dirección que llevamos, encontramos otro pueblito llamado San Miquel de Balansat, con su iglesia tipo fortaleza, del estilo de la que ya vimos en Santa Eulària, de las que acogían el culto al tiempo que servían de protección y defensa contra piratas. Lo que frontalmente no es más que una ermita con su porche de vigas de sabina y unas cuantas macetas, sorprende por el refuerzo trasero, que es imponente. Se levantó en el s. XIV, pero ya en el XVIII se le añadieron dos capillas laterales, bellamente decoradas, que contrastan enormemente con la blancura de la nave principal.
Y desde allí, vamos subiendo entre pinos por unas colinas cuajadas de verdor invernal, algo frío; allá abajo se dibuja una llanura azul: el mar, y descendemos hasta llegar a Port San Miquel. La cala se ha dormido sobre un lecho de arena dorada. A la derecha queda un varadero para embarcaciones pequeñas de pescadores, donde pueden ser calafateadas. En medio del azul circular y transparente, al fondo, hay un islote y en él un único chalé, propiedad particular de un magnate ruso. Con ser llamativo, me escandaliza más un mamotreto en terraza, de ocho alturas, en la ladera este. Se permitió el atentado hace años, tal vez con otros criterios. Pero llama todavía más la atención ver que ahora se está restaurando otro más arriba. No aprendemos. Siguen sacando tajada.
Pegada a una pared de roca viva, bajan unas escaleras que conducen a la gruta de Can Marçà. Son 230 escalones que caen a plomo sobre el mar, con barandilla, para ayudar a los que padecen vértigo. La puerta de la cueva da paso a un espacio que fue refugio de piratas, de traficantes y de resistentes antifranquistas. Curiosamente, el guía es torinés, con levísimo acento que lo delata. Se nota que repite la explicación como el sacristán los rezos, "que no hagan callo las cosas / ni en el alma ni en el cuerpo", que decía León Felipe. Pero la cueva es profunda, cómoda de recorrer y bien iluminada. Abriga grupos de estalactitas y estalagmitas, deshaciéndose por falta de humedad. Unas concavidades llenas de un agua de un verde quieto recuerdan las azules de Pamukkale, en la lejana Turquía. Al fondo del recorrido hay una cavidad profunda y elevada con juego de luces y música y una cascada que mana de un circuito cerrado cada vez que el guía da la orden.
Para salir, es necesario remontar las escaleras, pero no todas, ya que la abertura está a un nivel superior al de la entrada. Y desde allí el autobús nos acerca al conjunto de Las Dalias, mercadillo que fue jipi en los 80 y que alberga un sinfín de artesanos que trabajan todo tipo de materiales y vendedores sin cuento. Aún se ven personajes que parecen venidos de épocas pasadas. Como no estamos interesados en comprar, damos un paseo entre los puestos y luego nos sentamos tranquilamente al sol.
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