Ibiza, VI. Final

Último día

Ha amanecido nublado y fresco. El sol parece enmascarado por una gasa traslúcida. A las diez, puntual como debe de tener por costumbre, nos espera Margalida. Es nuestro último día en S'Illa. 

Nos encaminamos de nuevo hacia Vila, pero vamos a parar antes en el pueblo de Sant Carles, junto a la iglesia, en un lugar mítico para quienes tienen una edad, Ca n'Anneta, la tienda que una isleña adelantada a su época, allá por los años 60, acabó convirtiendo en  oficina de correos para todos los jipis de la zona. Residentes y turistas se reunían allí, se recibían cartas y transferencias y se podían poner conferencias de larga distancia. El bar tiene un horno en el exterior a la entrada, y en su interior se conservan los casilleros del correo y la cabina telefónica. Se mantiene un cierto aire de otra época, a pesar de tanto tiempo transcurrido, con mezcla de paisanos y guiris. 












Tras el café, vamos directos hacia Sa Vila. La ciudad sigue extrañamente vacía, tal vez por ser domingo. Es agradable recorrer calles sin gente, con puertas singulares que mantienen un cierto aire moruno, ir sin el maremágnum de comercios y bares repletos de turistas veraniegos, sin prisas. El mar en la dársena da la impresión de seguir dormido.













Y nuestro primer objetivo es el Museu d'Art Contemporani. Su diseño de línea clara, sus paredes encaladas, su escasa altura, hacen que pueda pasar casi desapercibido. Naturalmente no hay nadie en su interior, tan sólo nosotros tres. Las cuidadoras tienen todo el tiempo del mundo para aclarar nuestras preguntas. Descubrimos al Grupo 59, pintores de esa época afincados aquí y provenientes de otros países. Seguían una línea nada figurativa, lo que debía de ser sorprendente para la época. Los contrastes de colores fuertes, las texturas curiosas, las formas poco vistas, pueden traerle a uno ecos de Tàpies, o de los que formaron el grupo de Cuenca. Alemanes huidos del nazismo, estadounidenses, italianos, neozelandeses: Schlosser, Marca-RelliBetchold... Trabajaban de otra forma. Disfrutamos con su contemplación.












Y de repente llega la sorpresa: hay algunas esculturas en el centro de las salas sobre pedestales. Sin embargo descubrimos unas piezas en el interior de una vitrina de cristal, son cerámicas de porcelana casi transparente, fragilísimas, que contrastan con el mármol, el aluminio y el alabastro que conforman el conjunto. Cuando me acerco a la cartela y leo el nombre del autor, todo encaja, Edmund de Waal. Este artista holandés es además escritor. Me dejó impactado el libro que redactó con ecos familiares y aires de Japón: La liebre con ojos de ámbar, una herencia oculta, creo que es una obra que difícilmente se olvida. Ahí aprendí lo que son los netsuke (el curioso lector puede preguntar a la wiki).


Hay también otra pieza que llama la atención por lo "alambicado" de su composición; perdón por el fácil juego de palabras. Es obra de Estella Rahola Matutes y su colocación resalta su fragilidad. Son piezas de descarte, según reza la cartela.


Bajamos al piso inferior. El suelo de cristal permite ver todo lo que brotó en la remodelación del museo, unas viviendas púnicas del s. IV a.C. A pesar de estar en el subsuelo, la luz entra por ventanales casi a ras de tierra. Las obras quedan perfectamente iluminadas de forma natural. En un rincón hay un piano de cola. Escuchar aquí al atardecer un concierto de cámara debe de ser un placer añadido. Y una última sorpresa, un Picasso, una requisación por tráfico ilegal, de la que el museo se ha hecho cargohasta que se resuelva el litigio judicial.












Contemplar todo ello sobre milenios de historia salvaguardada es un auténtico lujo. No sé cuántos visitantes de la isla se irán sin conocer de la existencia de este museo que nos ha hecho disfrutar tanto. Las cuidadoras nos recomiendan que no dejemos de visitar la Casa Broner, un pequeño museo de referencia internacional (BIC). Se trata de un arquitecto alemán, judío, que recaló en la isla huyendo de los nazis y que decidió construir su estudio en el barrio de Sa Penya, sobre el acantilado, sin que se notara que lo hacía, pero dentro de los cánones arquitectónicos de la  Bauhaus, perfectamente armonizados con la tradición ibicenca, líneas claras, persianas que filtran la luz restallante sobre el mar a esta hora ya totalmente despierto. Al fondo, Formentera. Salón y cocina integrados, dormitorio con chimenea, baño y vestidor con lucernario... Y en el piso de abajo, el estudio del arquitecto, con ideas geniales para los ventanales altos y armarios perfectamente diseñados. Salimos a la pequeña terraza y vemos una ola insistente que se rompe sobre una playa pequeña e inaccesible, que envía un rumor acariciante para quien vive arriba. Su esposa  legó la casa al Ayuntamiento.











Y, a la salida, vamos bajando por calles extrañamente vacías, silenciosas, con aire casi andaluz en sus colores y adornos de alguna fiesta tal vez olvidada. 





































Nos cuesta encontrar un lugar abierto donde poder comer. Y como todos los pillos tienen suerte, Margalida recuerda que comió en "La Brasa", que curiosamente está abierto y completamente vacío. Está decorado con mucho verde de plantas, lámparas minimalistas, mobiliario acogedor. Croquetas negras de sepia, alcachofas con foie y un huevito arriba, y raya con salsa de almendras. De postre, graixonera, una tarta de queso de aquí, y un sorbete. Como señores. Queremos compartir nuestra felicidad con los moralitos, tan lejos y tan cerca de nuestros corazones: Antonio, Fisi, María e Irene, que se hizo madrileña. Se nos hacen casi las cinco de la tarde. Nadie nos ha metido prisa. 


Nos queda un ritual que cumplir y es la hora perfecta. Pasamos por Talamanca, que parece ser la playa urbana por excelencia. Vista así, vacía, me parece que tiene poca gracia. En el Paseo Marítimo hay un edificio que me llama la atención por su balconada colorista, y más allá la mítica discoteca Pachá, ahora cerrada. Queremos acercarnos a Sant Antoni, para ver la puesta de sol, ceremonia que en verano atrae a multitudes, pero que nosotros podremos contemplar tranquilamente sentados en el murete frontero a la playa. 










Hay pandillas de adolescentes domingueros, enamorados, y quienes se sientan en la terraza de la única cafetería que vemos por allí. Queda tiempo para la conversación tranquila y para fotografías al sol, que se va suicidando poco a poco, ahogándose en el mar, entre unos islotes que parece que han sido dispuestos adrede para que el espectáculo sea completo.















Margalida conoce bien la ruta y nos lleva con seguridad y calma a Es Figueral. Nos despedimos con un abrazo fraterno. Sin ella no habríamos podido tener la visión de sa illa que nos llevamos con nosotros. La invitamos a venir a Alacant, para poder ejercer de cicerones en justa correspondencia y porque con ella lo hemos pasado de fábula. El complejo hotelero nos reserva todavía una sorpresa, al ir por la parte superior del mismo, las piscinas iluminadas. Tienen una aire casi fantasmagórico.


El viaje toca a su fin. Podemos decir que, aunque no exhaustivamente, hemos acabado conociendo los cuatro puntos cardinales de la Pitiusa mayor. Seguro que la hemos disfrutado más y mejor que si hubiéramos venido en plena canícula. Gràcies.

José Manuel Mora.

Comentarios

Castilla ha dicho que…
Leyéndote y viendo tus fotos es como si hubiéramos ido contigo
Hasta hemos visto suicidarse al sol.