Odio inacabable
Fuimos al teatro Principal gracias a la generosidad de Lluís y Emilio, que nos cedieron sus entradas. Yo iba con cierta reticencia por miedo a que el autor me decepcionara, una vez que quedé conmocionado por la película basada en el texto teatral que él escribió, Incendios, y que luego vimos representado con la poderosa presencia de la Espert en escena. De Wajdi Mouawad, de cuya biografía ya hablé en la reseña citada más arriba, no había vuelto a tener noticia, aunque sé que sigue afincado en París como director del Théâtre National de la Colline. Yo asistía a la representación de Todos pájaros sin referencias previas. Se había estrenado a finales del años pasado en Madrid y no leí ninguna crítica. Es tanto lo que se me escapa... Que la obra viniera de la mano de Mario Gas, como la anterior, era ya una garantía a priori.
Mouawad (Beirut, Líbano, 1968), poeta y filósofo, además de dramaturgo y actor ocasional, que emigró a Québec, donde se formó y creó compañía, ha desarrollado su trabajo en Francia a lo largo de los últimos quince años. Durante la representación sabremos algo sobre el extraño título de la pieza: una antigua leyenda persa sobre un pájaro anfibio que desea nadar junto a los peces y al que le crecen branquias para posibilitarlo. No deja de ser un juego metafórico para representar a la pareja protagonista, un joven científico alemán de origen judío, Eitan, y Wahida, la muchacha de la que se enamora, estadounidense de familia árabe, quienes se conocen en Nueva York, ajenos al lejano conflicto. La vieja historia de amor imposible, tan antigua como Romeo y Julieta, pero aquí mucho más dramática, dada la guerra interminable, no sólo entre familias con pasados inconfesos, sino entre pueblos vecinos, incapaces de compartir una misma tierra. Vemos también la confrontación entre la identidad individual y la herencia que recibimos, querámoslo o no. Los atentados, a los que parecemos ya inmunes de tanto verlos en televisión, se producen también en escena. La pantalla del fondo, de Sebastià Brosa, como el conjunto de la escenografía minimalista, se ilumina con hermosas grafías de tonalidades difusas, entreveradas con pájaros, electrocardiogramas o pantallas de televisión en las que se siguen anunciando desastres sin fin.
¿Qué es más fuerte, el amor que sienten surgido al azar de una biblioteca y un libro (al-kitab), o el odio inacabable entre palestinos e israelíes? Ponerlos aquí juntos, no supone equipararlos. El colonialismo británico no supo resolver el problema que provocaba el asentamiento de los judíos supervivientes del holocausto y desplazó a unos para ubicar a otros. Las resoluciones de la ONU no han servido para conseguir que una tierra pudiera ser compartida por dos comunidades. Y el conflicto sigue presente en periódicos y televisiones con guerras sucesivas y desastres sin cuento, como la masacre inolvidable de Sabrá y Chatila. Como el atentado entre Israel y Jordania que provoca la suspensión de la historia de amor y la llegada de los familiares. Estamos ante una tragedia contemporánea, a la que los actores dan vida con su fuerza interpretativa: Aleix Peña y Candela Serrat encarnan a los amantes con furia y verdad. Pere Ponce es el padre extremista que acaba conmoviendo, a pesar de lo desagradecido de su personaje. Y los dos abuelos se llevan la palma: una Vicky Peña pletórica de ironía, de fuerza, de impotencia, y un Manuel de Blas que, a sus 83 años, es capaz de ir creciendo a lo largo de toda la función, lleno de humanidad y de solidaridad, y que carga con un terrible secreto. Las casi cuatro horas de representación se nos habrían hecho más llevaderas de estar las butacas del teatro en condiciones. Es una vergüenza que no se sustituyan para permitir gozar del espectáculo como se debería.
José Manuel Mora.
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