Los lobos del bosque de la eternidad, de Karl Ove Knausgård

 Desconcierto 

Titulo la entrada así porque es lo que me ha producido la lectura de este tomazo. Ni siquiera recuerdo quién me lo recomendó, pero mi gusto por "lo nórdico" tal vez fue lo que me llevó a estar más de un mes enredado entre sus páginas. KnausgårdKarl OveLos lobos del bosque de la eternidad. Barcelona: Editorial Anagrama, 2025. Trad. Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. 924 págs. de limpia y apretada prosa, que diría mi amiga Pepa. La cubierta era sugerente, aunque no toque más que de pasada el contenido del libro, a mi entender.


Knausgård (Oslo, 1968), aunque estudió en la universidad de Bergen, ha acabado por mudarse a Suecia, donde todavía vive. Empezó a publicar a los treinta años y con su primer libro obtuvo el Premio de la Crítica Literaria Noruega, lo que resulta sorprendente para un principiante. Al leer en la solapa el título que lo ha hecho famoso, Mi lucha (publicados sus volúmenes por Anagrama entre 2012 y 2018) y, dado el número de miles de páginas que lo integran, así como la provocadora coincidencia del mismo con el que Hitler escribió, me ha venido a la cabeza que efectivamente había tenido noticia de él a partir de alguna reseña en prensa. De hecho se discutió la oportunidad de incorporar personajes reales, incluso integrantes de su familia, a esta especie de autobiografía novelada. Del contenido de ésta no tenía referencia y el título de la presente, tras su lectura, sigue pareciéndome tan oscuro como al principio. 

Al parecer, desde su obra anterior, centrada en la autoficción, el escritor ha pasado a la ficción pura y dura. La estrella de la mañana es el primer título de esta segunda orientación narrativa. Cabe señalar que la sensación que he experimentado con su lectura es que tenía entre manos varias novelas en una. La primera, la historia del joven Syvert Løyning, quien vuelve del servicio militar habiendo aprendido a cocinar por toda formación. En su casa lo esperan su madre y su hermano menor, Joar, personaje que me parece un acierto por su personalidad de preadolescente. Pero lo que tenemos en las primeras 486 páginas es un auténtico bildungsroman, con todo el aprendizaje vital, laboral, sentimental, familiar, al que Syvert  tendrá que hacer frente, junto a su pasado y el de su padre muerto en accidente. He de confesar que esta primera parte ha logrado atrapar mi atención, por la relación entre los hermanos, por la personalidad de la madre sufriente, por los secretos familiares que el muchacho acaba descubriendo en forma de cartas en cirílico, provenientes de la antigua Unión Soviética... No es un personaje de una pieza, es capaz de masturbarse en el fregadero de una casa que visita por primera vez, de ser seguidor de un partido de derechas, y al tiempo logra ser encantador y divertido, capaz de hacerse cargo de su hermano cuando le apetece. Está narrado en primera persona y se sitúa temporalmente: "He empezado a recorrer hacia atrás la senda del tiempo" (pág. 13) hasta el año 1977, cuando el protagonista tenía once años, aunque la acción se inicia en 1986, con unas vagas noticias que llegan de un accidente en Chernóbil. 


De los paisajes verdes, boscosos, en ocasiones nevados, que miran a los fiordos, se pasa sin transición a las tierras del Volga, cerca de Kazán, en torno a la vida de un camionero llamado Yevgeni, que es asaltado en plena carretera. ¿Qué relación guarda esto con lo anterior? Para mí, lector, ninguna. De ahí el "desconcierto" del título de la reseña, agravado por el personaje siguiente, una tal Vasilisa, de la que no volveremos a saber nada hasta mucho más tarde. Y el otro gran puntal del libro es Alevtina Kotov, rusa, bióloga evolutiva reconvertida en profesora frustrada de universidad de Kazán, una vez desaparecida la URSS, con un hijo jovenzuelo y un padre muy mayor, que en realidad es su padrastro y que le hace una pregunta clave: "¿Quién cuenta la historia y qué gana con ello?" (pág. 607), tan aplicable siempre. No sólo cambia el territorio, sino el punto de vista, ahora femenino, maduro, angustiado al no acabar de encontrar sentido a su vida. Para que las dos historias confluyan, el lector deberá esperar otras trescientas páginas, con una digresión en torno a Tolstoi y a un tal Fiódorov, filósofo, futurólogo, defensor de la vida tras la muerte (¿entra ahí el título? «como si más allá —así reza el verso de Rilke que se cita— estuviesen los lobos de la eternidad»), que han logrado ponerme nervioso, incluso aburrirme. He llegado a veces a saltarme algunas páginas, cosa que no suelo hacer. Sin embargo, cuando las dos líneas argumentales se encuentran, 35 años después del inicio de la historia en Noruega, ahora en Moscú, el escritor vuelve a atraparme y me doy prisa para llegar a la conclusión. No voy a dar más datos argumentales. Como es la segunda parte de una heptalogía, el final abierto aquí puede que se complete más adelante.



Sí puedo decir que el libro combina a veces lo ensayístico con lo histórico y lo puramente narrativo, alternando las dos voces de los protagonistas perfectamente diferenciadas. Los diálogos están muy bien constituidos. Uno tiene la sensación de estar escuchando a quienes hablan por lo ágiles que resultan, por lo creíbles. Dejo un par de descripciones de esos dos mundos entre los que se mueve la novela y que muchas veces transmiten el estado de ánimo de quien los observa: "El cielo reposaba azul y abierto como un mar de aire sobre los verdes prados" (pág. 298), dice hablando de Noruega. Y por oposición, en Kazán, "la nieve caía copiosamente en las calles de abajo, y el gran vientre del cielo presionaba los rascacielos al otro lado del río" (pág. 550). Dos cielos distintos. Al final el escritor introduce un elemento inquietante, una estrella desconocida que brilla en la bóveda celeste sin que se sepa cómo ha aparecido y a qué se debe. Sin embargo hay un rasgo estilístico que empapa todas sus páginas, que sorprende inicialmente y que acaba por constituirse en algo que define su escritura, la precisión minuciosa a la hora de describir y contar. Una muestra: "Sequé los cacharros, los guardé en los armarios y coloqué el paño de cocina sobre el tirador de la puerta del horno" (pág. 376). Una vez que uno se acostumbra, resulta incluso divertido. En definitiva, creo que no he acertado a adentrarme en el trasfondo filosófico y casi sobrenatural que parece encerrarse en muchas de las cavilaciones de Alevtina y sus referentes de pensamiento ruso. He de confesar que he disfrutado sin embargo con el principio y el final de esta historia de reencuentro. Adecuado para quienes sientan curiosidad por eternidades varias y dispongan de un mes durante estas vacaciones.

José Manuel Mora. 


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