Ciudad de catedrales restauradas
En el desayuno del hotel y en las cafeterías nos llama la atención ver que la gente mayor sigue leyendo la prensa en papel, en vez de estar jugando con el móvil. Parece que la carnicería de Gaza terminó, lo que nos alegra, a pesar de nuestro escepticismo respecto a los israelíes y a Trum. Hace una mañana espléndida, tenemos un grado de temperatura. En nuestro camino hacia la Holstentor vemos que hay movida policial debido a una media maratón que se celebra en esta mañana de domingo. Corre todo tipo de personas: jóvenes y mayores, varones y mujeres, papás que acompañan a sus críos. Es realmente popular.

Volvemos al sendero de ayer, junto al río, lejos de la multitud. Y nos encontramos con que los andamios que cubrían y afeaban las fachadas del Speichersalz, los almacenes de sal construidos entre el XVI y el XVII, cuando el éxito del comercio de la Hansa, la hizo necesaria para la industria pesquera como conservante fundamental; ahora lucen despejados y hermosos, reflejados en el agua del río. Su volumen y su construcción en el consabido ladrillo rojo, dan idea de la importancia de la actividad aquí por entonces.

Seguimos la senda de ayer, pero la continuamos hasta el puente que atraviesa el curso del agua y que aboca a un lago no muy grande, el Mühlenteich, cuyo nombre tal vez se deba a la existencia de un molino en sus proximidades. Al rodearlo, nos situamos en una perspectiva de la ciudad que no habíamos tenido hasta ahora, con las torres de las iglesias reflejadas en las tranquilas aguas de este lago dormido a esta hora.

Al cerrar el círculo llegamos de nuevo a la catedral. En la puerta se pide que no se entre porque hay servicio religioso. Así que damos una vuelta por los alrededores, hasta la Herz-Jesu-Kirche, la única iglesia católica de la ciudad (1891), a la que los fieles entran tomando agua bendita y santiguándose, como hacíamos cuando éramos pequeños. Es de estilo neogótico, estilizado y decorado en tono acorde con la vidriera del ábside. A ella pertenecían cuatro sacerdotes, tres católicos y uno luterano, que fueron decapitados por los nazis en 1943 por su supuesta visión crítica del régimen, considerados desde entonces como "mártires", y que tienen aquí su mausoleo.

Volvemos al Lübecker Dom, léase la catedral, donde ha terminado el servicio y, como suele ser habitual, el pastor sale a la puerta a despedir personalmente a los feligreses. Fue parcialmente destruida, una más, en 1942. Las dos agujas de 130 m. "colapsaron", que dicen los que saben inglés; antes se decía "venirse abajo". Murieron 300 personas. Se reconstruyeron en 1982. Al entrar, nos resulta impactante el enorme crucifijo gótico, erigido en 1447, que cuelga tras el altar, con un Cristo in maestà, hecho de un tronco de roble de 17 m., que es el mayor del mundo. No sé cómo se salvó de la destrucción. Tras él se levanta el conocido como "coro alto", sostenido en arcos apuntados y que luce un enorme reloj en madera policromada.


Tras todo ello, y ya en el presbiterio, encontramos una pila bautismal en bronce, de 1445. El tríptico de Memling se salvó porque había sido trasladado a la iglesia de Sta. Ana, donde lo vimos con asombro el primer día de nuestra estancia. Las tres naves tienen la misma altura y en el lado sur se levantan unas tumbas barrocas de enorme presencia, dieciochescas, que no sé si casan bien con la sobriedad del resto. A la salida, la catedral ha quedado sola, ya sin fieles, como habiendo perdido la importancia de la mañana.



Cuando volvemos al centro de la ciudad, entramos a la HauptMarkt, que configura su marco rectangular con el Ayuntamiento, de fachada blanca y hermoso pórtico, renacentista, coronado de torrecillas y el edificio con el que forma ángulo, de ladrillo negruzco, la Langes Haus ("casa de curtidores", s. XIII, remozada en 1872), seguido del Kriegsstubenbau, gótico, con varios niveles de ventanales y óculos ciegos, sobre los que lucen escudos heráldicos de la ciudad, ahora de hojalata, y que cubren los originales de madera. Vemos que se mantiene el ambiente de maratón matutino, pero ahora con todos los domingueros que disfrutan del sol y la cerveza en grupos animados, entre puestos de salchichas. Una fiesta auténticamente popular. Por su parte trasera hay una magnífica escalera renacentista, también remozada en sucesivas ocasiones.
Muy cerca está St. Marien, que sirvió de modelo a las iglesias góticas de ladrillo rojo, con arbotantes de estilo francés pero allá en el Báltico. En un lateral de su exterior se sienta un diablillo cornudo que se mesa las barbas ante la grandeza del edificio. No cumplió su venganza de destruirlo porque construyeron enfrente una taberna. Es una figura divertida que convoca a quienes quieren guardar recuerdo para la pertinente foto.
Y entramos. Su construcción se prolongó casi un siglo, entre el XIII y el XIV. Las bóvedas se levantan hasta los 40 m. de altura, lo que nos hace sentirnos empequeñecidos. También ardió en el 42, pero ha sido restaurada con cuidado. Las columnas se han pintado de ocre y eso hace que resalten contra la blancura de las paredes. Las arquerías superiores han recuperado su decoración minimalista floral. Hay un largo panel lateral con personajes de la danza de la muerte, encabezados por reyes, nobles y eclesiásticos. Y un enorme reloj astronómico. Tras el altar, un retablo en madera dorada, tardo gótico, muy manierista en ropajes y rostros, conocido como de Antwerpen, por la influencia que ejercieron los maestros de aquella ciudad.
Y ya nos queda la última, la de St. Petri. Hemos leído que está desacralizada. Cuando entramos, tenemos la sensación de estar en un espacio perfecto para performances. Todo aquí es blanco: muros de cierre, columnas, lienzos de lino que cuelgan de los arquerías, la luz blancuzca que atraviesa las vidrieras. Estamos completamente solos. Fuera, en el atrio, la gente hace cola para subir en ascensor a la balconada de la torre para poder contemplar un panorama aéreo de toda la ciudad. Es la hora de comer y hace frío y un viento azul que nos disuaden. Sin buscar el lugar, se nos aparece el "Amici", donde nos sirven un risotto con pollo y una lasagna espectaculares, acompañados de cerveza negra. Concluimos con tiramisú bianco. El sol entra por la puerta como un invitado más a la mesa. Al acabar decidimos tomar el café en un hotel cercano, que tiene una sala larga y llena de gente que se protege del frío y charla sin alzar la voz. Capuccino y chocolate caliente para templarnos. Muy cerca queda la casa en la que vivió la familia de T. Mann, ahora convertida en museo.
Cruzando hacia nuestro hotel por un puente más al sur del que solíamos tomar, vemos cómo se reflejan las agujas de la ciudad, teñidas de un oro oxidado de sol poniente. Creo que puede ser una buena foto de cierre para una ciudad de la que no sabíamos nada antes de llegar a ella.
Mañana es día de regreso a Hamburgo para tomar desde allí el vuelo. Será nuestra última jornada. Aprovecharemos el rato que podamos antes de salir para el aeropuerto. Será un descanso para los hipotéticos lectores y para mí mismo.
José Manuel Mora.
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