Occitania III

Castellnou 

Hoy viajamos hacia el sur. Ha amanecido nublado pero, conforme avanzamos hacia el mar, el sol se va abriendo camino entre nubes de algodón desgarradas por la luz. Dejamos la laguna de Leucate a la izquierda, que ya nos resulta reconocible, separada del mar por una fina barra de tierra. La luz es ahora casi mediterránea con el brillo marino al fondo. 


Y así llegamos a nuestro primer destino, Thuir, población que no había escuchado nombrar nunca. El motivo es visitar una bodega en la que se embotella desde 1867 una bebida a base de "vins genereux (importados de Málaga y Tarragona) et de quinquina" y otros aromas (ajenjo, cacao, café tostado, canela, cardamomo, clavo, piel de naranja amarga), como en la degustación final tendremos ocasión de probar. En principio se pretendía terapéutica "tonique higiénique" pero perdieron el juicio frente a las farmacéuticas y desde entonces la siguen exportando  por todo el mundo. Su fórmula permanece en el más absoluto de los secretos. La guía de la empresa, Les Caves Byrrh, habla un español aceptable. 

Antes que nada, y en formato proyección, nos presenta ejemplos de la publicidad decimonónica pensada para atraer una clientela burguesa que pudiera pagarla, claro está. Los diseños son muy fin de siècle, por los atuendos y las poses, muy belle époque. Los realizaron artistas famosos de aquellos años. Se presentaron 1900 participantes Es curioso que el patron, de extracción humilde, diera diez días de vacaciones al año a sus trabajadores ya en 1889.


Nos muestra un pequeño museo con objetos que en su momento fueron necesarios para el embotellamiento del "licor", y acabamos en unas naves de techos altísimos que albergan toneles troncocónicos de hasta 70.000 litros nada menos. El récord mundial es el de la tina de roble con capacidad para más de un millón de litros, que se dice pronto. No sólo sorprenden por su tamaño, sino por el trabajo que habrá supuesto su confección con la curvatura de tantas duelas. La empresa iba tan bien que se construyó una estación de ferrocarril encargada a G. Eiffel, lo que da idea del volumen del negocio. En 1910 ya contaban con 750 empleados. 










En los años sesenta la compañía fue comprada por la marca Cinzano, que ya acogía a Pernod-Ricard. La visita concluye ante un magnífico quiosco de 1891, presente en ferias universales, entre brindis y risas generalizadas. Menos mal que no pasan de ser "chupitos", porque hubiéramos podido acabar perjudicados. Nuestra presencia da idea del tamaño del tonel.

Entre lo prolongado del viaje y la extensa y detallada visita, se ha hecho la hora de comer. Y lo hacemos en un local que da la impresión de ser de carretera. Nos han preparado una larga mesa llena de sol. Primeros de ensalada con queso de cabra caliente o bien foie; y de segundo el tan alabado filet mignon, que está realmente delicioso. De postre, tarta de queso con helado, tal vez lo menos acertado. La casa ofrece un café de cortesía. 


Y vamos ya hacia Castelnou, en la falda de Pirineos, nevados en ésta su cara norte. Se le denomina también Castellnou dels Aspres, por estar ya en zona de dominio catalán, el Roussillon. Se nos ha incorporado un guía con pinta de pastor, armado de cayado y boina y un dificultoso castellano. Nos señala el emblemático pico del Canigó. El horizonte se va ondulando y cubriendo de arboleda que combina sabiamente los verdes y los ocres. Y descubrimos unas torres ubicadas en lo alto de colinas estratégicas, que servían para vigilar y avisar de posibles ataques de los mallorquines, que pugnaban por controlar la región, disputándosela a la Corona de Aragón. En el cerro más alto está el pueblito, coronado por un castillo, como indicaba su nombre, también con finalidad defensiva. 

Algunos se han de quedar a la puerta de entrada, dado que el bus no puede transitar por el interior y hay que subir una buena pendiente. Arriba nos enteramos de que la fortaleza no la vamos a poder visitar porque está cerrada. Cosas de la agencia que enfadan con razón a Marisa. Sin embargo, el callejeo empedrado alberga rincones y vistas peculiares, con torres que se van tostando al poniente. Ayuda que la tarde ha quedado tranquila y la gente va charlando. 






Llegamos a la iglesuca de Notre Dame de Mercadal. Escuchamos las explicaciones a la puerta de la misma, acariciados por un tibio sol poniente. En la fachada, un reloj de sol de 1826. Hasta entonces la vida se regía por las campanadas de la torre, y antes por la altura de la luz en las tareas del campo. Ahora hay también un reloj "normal". En su interior  la desnudez de las paredes es absoluta. Contrasta con el altar mayor con forma de baldaquino barroco. En un lado, una pietà lacrimosa que impone con el dolor del cuerpo del hijo en su halda. 














Pero aún hay algo que nos llama más la atención a todos: una tabla con la imagen del crucificado, desnudo, sin paño de pudor alguno. Tal vez es la primera vez que veo algo así. La obra es de una pintora, Camille Descossy, del año 1970. No sé cómo los habitantes de un pueblito tan pequeño han tolerado semejante imagen en su iglesia. 

Cuando llegamos a nuestro último destino, Céret, es casi de noche. Cruzamos un puente que guarda una leyenda demoníaca que no alcanzo a escuchar bien, pero que resulta elegante con su solo arco.

Las dos torres de entrada dan paso a una población que no parece tener una especial personalidad pero que, con sus calles vacías, tenuemente iluminadas, tiene algo de encanto. El objetivo es visitar la iglesia de S. Pedro. De estilo románico, se halla encerrada entre edificios ciudadanos, que parecen querer aprisionarla. No queda ya luz para fotografiarla. 

Estamos cansados y con ganas de volver. El regreso se hace por autopista y con la segura conducción de Antonio. Al llegar a la Cité, Matías me propone el recorrido nocturno que nos habían sugerido amigos santapoleros. Y cuando creemos ser los dos únicos que van a desafiar al frío de la noche, somo una veintena de marchosos los que iniciamos el recorrido. Todo tiene un aire teatral, de decorado, casi fantasmal. Un lujo pasearlo sin turistas ni gentíos innecesarios. 



En la plaza encontramos un bar que, aunque abierto, no parece por la hora interesado en servirnos algo, ils sont désolés. Felizmente Marisa se dirige a otro bistrôt, también iluminado, donde nos acogen. Ocupamos todas las mesas que quedan libres. Ayudo al camata a anotar las commendes y la sopa de cebolla y las tablas mixtas, regadas con cerveza o vino del país acaban templándonos. Coronamos con unas crêpes au chocolat. Y ya, puestos a tono, cometemos un pecado de lesa españolidad: no sólo cantamos, sino que nos marcamos una jota castellana, e incluso improviso una escena de bululú. Los camareros nos miran sin salir de su asombro, creo que no se han visto en otra igual. Al final acaban aplaudiendo y nosotros muertos de risa.












Ha sido un broche "glorioso" a la jornada. No sé ni cómo llegamos al hotel. Mañana, último día.

José Manuel Mora. 



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