Diana, o la cazadora solitaria, de Carlos Fuentes

 Vuelta a las fuentes.

Elegí este libro tal vez porque quería volver a mis veinte años, pero nadie se baña dos veces en el mismo río, que decía el otro. Recuerdo mis tiempos de Salamanca, en el grupo de una treintena de compas de Filología Románica, en el que los libros se comentaban de viva voz (¡qué antigüedad!, en vez de hacrelo online) en la plaza de Anaya si era primavera, o delante de un café, durante una fumada de clase de algún profe especialmente pesado (los teníamos magníficos: Lázaro, Senabre, Bustos, Pascual, un lujo), y una cubierta entre los apuntes era reclamo suficiente para preguntar "¿Qué tal ese que estás leyendo?". Así descubrí, en medio del sarpullido de novelistas latinoamericanos del momento a Carlos Fuentes. Cuando leí La muerte de Artemio Cruz (1962) pensé que no podría volver a enfrentarme a una novela como lo había hecho hasta ese momento. Él y Rulfo, con su Pedro Páramo, que me djó desarbolado, fueron los responsables de que al llegar a Burdeos me hiciera amigo de mis compañeras mexicanas, Reyna primero y Blanca después, que me hablaban de un continente desconocido y ahora entrevisto, como lo hacía mi amiga Beatriz de su Argentina mientras yo preparaba la tesis doctoral siempre inconclusa sobre mi otro mito, Cortázar. La región más transparente (1958), otro de Fuentes, acabó de darme el empujón para visitar la mitad sur de los Estados Unidos de México y sobre todo su capital, "la región más transparente del aire", y donde en el libro que paso a comentar el D.F (México, Distrito Federal, ciudad capital, así nombrada por sus moradores) se convierte en "Mi bella y siniestra ciudad, centro de todas las hermosuras y todos los horrores concebibles" (pág. 26).


Así que, sin recordar ya que el año pasado fue el de la muerte del escritor que nos ocupa, nacido en 1928 en una familia acomodada, hijo de embajador, y que además de a la literatura se dedicó a la diplomacia como representante de su país en Francia, a ser profesor en universidades estadounidenses y a la crítica literaria, a escribir guiones de cine y a actuar políticamente en su país, elegí el título que voy a comentar, y que Fuentes publicó en 1994, para reencontrar a aquel escritor que tanto me había asombrado hace ya tanto tiempo. Pero el asombro de los inocentes veinte años se difumina cuando uno ya anda en la sesentena y arrastra un bagaje lector mucho más extenso que el de entonces. El brillo del famoso boom literario de los sesenta, que se encargaron de hacer estallar cuatro editores catalanes de buen olfato, se ha ido diluyendo y me puse a leer sin pre-juicios, pero sabiendo que había sido galardonado con premios de tanta categoría como el Rómulo Gallegos (1977) del lado de acá, y el Cervantes (1987) del lado de allá, que diría el enormísimo cronopio de D. Julio.


La acción se sitúa en 1970, cuando el autor tiene esa peligrosa edad para algunos varones, que se sitúa en el ecuador de la vida, "Mínimo Don Juan  cuarentón de la noche mexicana" (pág. 13), y hago esta precisión porque el propio Fuentes aparece como narrador en primera persona de la historia y como coprotagonista, "cuando las ilusiones de los sesenta se resistían a morir asesinadas por la sangre pero vivificadas por la misma [...] los sesentas (sic) mataron a sus propios héroes: L. King, Kennedy, Hendrix, Joplin, Malcom X y entronizaron a sus crueles padrastros, Nixon y Reagan" (pág. 9). Para estar al inicio del libro me parece una buena declaración de principios. Estamos pues, de nuevo, en esa corriente literaria que parte de la historia personal o de la colectiva, tanto da, para construir la ficción (pienso en Cercas, sin ir más lejos). Así pues, dice un poco más adelante: "Escribo en 1993. Antes de que termine el siglo, las fosas ardientes, los ríos secos, las barriadas fangosas se llenarán del color del inmigrante" (pág.9), acertada  y dramática predicción. Tras estas coordenadas de partida, quiere situar también su compromiso de escritor: "La literatura es una herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas" (pág. 10). Volvemos de nuevo a la inefabilidad de la experiencia poética, (latu sensu). Como señalaba O. Paz, su compadre, "La poesía no quiere decir, dice" (el subrayado es mío). De hecho la historia que nos cuenta es el fracaso de una pasión amorosa entreverado de una sequía de inspiración. "Ahora cuento esta historia para darle la razón al horrible oráculo de la verdad. No supe amar. Fui incapaz de amar " (pág. 10). Y un poco más abajo: "Trato de justificar sexo con literatura y literatura con sexo" (pág. 13). Aunque luego confiesa que "La literatura es mi verdader amante" (pág. 18).



Y así surge el otro personaje central de la novela, Diana Soren, actriz que, tras una película de protagonista, sestea en filmes de segunda categoría entre pasiones fugaces, alcohol y marihuana, recuerdos y un futuro poco alagüeño; "Sus grandes ojos negros, rasgados, casi orientales, que descansaban sobre los continente gemelos de sus pómulos altos, asiáticos, trémulos" (pág. 15). ¿Es éste un personaje real, como el del escritor-narrador, o es ficticio? Aparece su mujer real,  se encuentra con amigos reales, como L. Buñuel, otro mexicano de adopción, pero nos queda la duda si Diana, esa "cazadora solitaria", como la antigua diosa romana, es ficción o fue realidad. Y la foto que acompaña estas líneas no es casual. Creo que el personaje se inspira en una actriz que fue mítica para toda una generación, Jean Seberg. Y es la mujer de la que se enamora, y que le hace abandonar de nuevo a su esposa, la que lo pone ante la exigencia de la pasión "El amor es eliminar todo cálculo, toda preocupación, toda balanza de pros y contras" (pág. 31). Todo en el momento de crisis creativa que siguió a la matanza de la Plaza de Tlatelolco ("Elena Poniatowska y Luis González escribieron los grandes libros sobre la tragedia de Tlatelolco", pág. 40, lo que me ha hecho ponerme a buscar el libro de la reciente premio Cervantes y que, por supuesto, está descatalogado; lo encontré por fin (https://mbadalicante.blogspot.com/2013/12/la-noche-de-tlatelolco-de-elena.html).


Fuentes vuelve a demostrar, con ese continuo entrevero entre la pasión amorosa individual y el conflictivo entorno, que "La realidad es para mí una estrella de tres picos, la material, la realidad subjetiva y la realidad del encuentro de mi yo con el mundo" (pág.66). Sin embargo la encendida historia de amor entre los protagonistas, cuya llama va poco a poco apagándose a lo largo de las páginas, no ha acabado de "tocarme", y eso puede decir mucho del cierto desencanto del que hablaba al principio. Doy por supuesto que el libro está escrito con la maestría habitual del mexicano pero el desenlace de fracaso entrevisto desde el principio puede que tampoco haya ayudado al enganche. Quiero terminar estas líneas con la conclusión del donjuán de segunda que el autor reconoce ser: "Quizás, no nos quedaba más que un lazo de unión. Podíamos contarles una novela a todos los que han querido liberarse de una situación amatoria sin dañar a nadie. Es imposible" (pág. 117).

José Manuel Mora.

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