Berta Isla, de Javier Marías

 Una de espías...

Hace dos años que leí el último título del escritor, Así empieza lo malo, comentado en estas "páginas", y el que empecé apenas hace un mes, dice la última página de papel que fue acabado en abril de este año, tres después de la fecha de finalización del antes citado, así que parece evidente que esta vez  se trata nuevamente de una novedad, perdón por la reiteración, y también que el escritor ha ido derribando mis reticencias de hace años. MARÍAS, JAVIER. Berta Isla. Barcelona: Alfaguara, col. Narrativa Hispánica, 2017; 544 págs. Y, a pesar de la consistencia del volumen, me lo he bebido. Ahora diré por qué. Del autor ya hice una breve semblanza en el comentario de Los enamoramientos, así que no repetiré aquí, salvo que el haber sido profesor de la Universidad de Oxford, seguramente le habrá ayudado a ambientar los momentos iniciales y finales que trascurren en ese campus. El escritor es suficientemente conocido sobre todo por sus artículos periodísticos semanales. La imagen de la cubierta es fastuosa, con su cada vez menos habitual B/N y pertenece a Quentin de Briey, fotógrafo belga, que vive a caballo entre Barcelona y París y que se dedica a la moda, a las fotos urbanas y a las que tienen que ver con el trabajo editorial, como es el caso..


 He señalado antes el número de páginas, no con intención de desanimar, sino para iniciar el comentario admirativo ante lo que supone esa cantidad nada despreciable de cuartillas ("cuartillas", qué antigüedad..., pero el autor escribe a máquina y las usa) para una trama argumental mínima. La novela bascula en su foco de atención entre la madrileña Berta y quien será su pareja durante años, Tom Nevinson, tan inglés como español, y con un don especial para imitar acentos en diferentes lenguas. Sin embargo, la tercera persona omnisciente ("Era él quien procuraba espaciarlas, lo he dicho", dice el narrador (pág. 77. La cursiva es mía), el narrador que nos da a conocer la vida de estos jóvenes de los años sesenta en España, alternando con precisión de topónimos los espacios en Madrid y Oxford, de repente deja paso a la primera del singular para que escuchemos la voz de quien es, sin lugar a dudas, la protagonista del libro: "Me casé con Tomás Nevinson en 1974" (pág. 145). Lo hace, además, con una perspectiva temporal alejada en el tiempo de los hechos iniciales. Dice que escribe dos décadas después del 94, es decir, casi en nuestros días. Y narra desde el desconocimiento de lo sucedido, ya que Tom tiene prohibido dar ningún dato ni detalle, lo que la lleva al desánimo: "¿Para qué añadir un relato a lo que simplemente sucede?" (pág. 543). El narrador hace mucho hincapié en la dificultad, casi imposibilidad, de conocer a quienes nos rodean, incluso a quienes duermen con nosotros. "Quién sabe nada de nadie con seguridad" (pág. 262), decía ya en Los enamoramientos. Es pues una preocupación recurrente en el escritor. Aquí se apoya en una cita de Ch. Dickens: "cada corazón palpitante es un secreto para el corazón más próximo., el que dormita y late a su lado" (pág. 541).


Tal y como he indicado en el subtítulo de la entrada, estamos ante una novela de espías. Se cita a la Corona, al mi5 y al mi6, como sucede en las historias de J. Bond. Pero si en éstas prima la acción, las carreras, las peleas, las muertes, todo eso se nos escamotea aquí por "secreto profesional". ¿Qué queda, pues? la subjetividad de quien vive una vida que sabe que no es la suya y que necesita de autoafirmación para sostener su actividad: "Empecé reacio, luego me convertí en un entusiasta. Con el entusiasmo se justifica todo" (pág. 439; la cursiva vuelve a ser mía). Eso en cuanto a Tom que, como buen espía "su ambigüedad moral [...], la traición como principio y guía y método" (pág. 298) son los que rigen sus pasos. Y Berta arranca con la inseguridad de saber si su marido era su marido. Buen punto de partida: "sabía que vivía prácticamente con un desconocido" (pág. 16). Tendrá que soportar las ausencias de Tomás, con la inquietud subsiguiente: "Me desagradó que mi marido, mi amor antiguo, estuviera facultado de tal modo para el fingimiento" (pág. 289); ¿cómo confiar en alguien así? "Me veía condenada a ser esclava de mis conjeturas y especulaciones" (pág. 311). Hasta su desaparición total. Toda la novela es la espera de la mujer, que no se resigna a que desaparición signifique muerte. Hay ecos de El coronel Chabert, de H. de Balzac, y de El regreso de M. Guerre, película de 1982, que la protagonista ve. Se cita también a T. S. Eliot, a Shakespeare, autores que Marías conoce bien y que juegan un papel determinante en la trama. No quiero ir más allá en lo que respecta al argumento, que contiene un giro sorprendente que condiciona en parte el final.


El estilema de Marías sigue presente  a lo largo de todo el libro: se trata de lograr la precisión respecto a pensamientos o sentimientos o actitudes, sabiendo lo difícil que puede llegar a ser. Por ello el escritor recurre a las paráfrasis, a la búsqueda de sinónimos que se acerquen a lo que quiere decir. "Dirigiéndolo, sugiriéndole, proponiéndole, conduciéndolo. Señalándole un camino" (pág. 75). "Alguien desarraigado y desengañado, y seguramente desesperado. Pero también despiadado" (pág. 427). Y ahí se nota por qué fue elegido como miembro de la RAE. Sin embargo tiene el autor un gusto por el retorcimiento de las palabras, que lo lleva a auténticas creaciones lingüísticas: "miroteando", "bizquera", "taciturnidad", "masculleo", "juvenilidad"... Y, aunque es sobrio en lo que se refiere a los excesos estilísticos, a veces deja constancia de cómo la palabra puede crear realidad, y muy hermosa: "La tormenta se desató cuando aún quedaba una esquirla de luz" (pág. 224). Así pues, Marías en estado puro, aunque se salga un poco de los caminos que ha recorrido en otras novelas suyas. A mí me ha sido imposible dejar de leer, a pesar del peso que suponía mantenerla entre las manos. Ánimo. Creo que no os defraudará.

José Manuel Mora.


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