Un asunto de familia de H. Kore-Eda

 Familia peculiar

Por una de esas cosas incomprensibles que me suceden, resulta que no me viene a la cabeza ningún título del director de la que voy a comentar, y eso que soy un buen aficionado al cine japonés desde los tiempos del cine-fórum de la facultad y de las salas de arte y ensayo que siguieron, y ya ha llovido lo suyo. Es cierto que el nombre no me resulta desconocido y que las críticas son elogiosas, además de haber ganado la Palma de Oro en Cannes este año y haber sido seleccionada como candidata al Oscar a la mejor película de habla no inglesa de este 2018. Hirokazu Kore-Eda (Tokio, 1962) lleva haciendo cine desde los años noventa y, al consultar la wiki, mi mente recuerda por fin un título suyo que me dejó honda huella, De tal padre, tal hijo, y que había comentado ya aquí sin recordarlo (https://mbadalicante.blogspot.com/2013/12/de-tal-padre-tal-hijo-de-hirokazu-kore.html), sobre la problemática de la paternidad, la biológica y la trabajada en la cotidianeidad. Vuelve el director al tema de la familia, pero desde otra óptica, con Un asunto de familia y lo hace también como guionista.


 El director elige comenzar la historia in media res, "en medio de la cosa", que diría un mal traductor de latín. Conocemos a cinco personajes sin saber bien cuál es la relación de parentesco existente entre ellos (no la voy a revelar). Viven, más que juntos, apelotonados en un espacio exiguo (el famoso problema de las casas japonesas, más si son humildes). A ellos se suma una niña de cinco años a la que recogen en la calle y a la que incorporan a esta "familia" aparentemente tan disfuncional. Viven de la pensión de la abuela, porque el supuesto padre tiene un accidente y no cobrará el paro. Se dedica a enseñar a cometer pequeños hurtos al niño que lo acompaña sin asistir a la escuela y que se resiste a llamarlo "padre". 



Todo transcurre en una ciudad despersonalizada, lejos del tipismo japonés. La joven que vive con ellos obtiene ingresos de una particular casa de citas a través de una pantalla, todo frío y aséptico. A la supuesta madre la despiden de la fábrica en la que trabajaba. Un panorama, según este sucinto resumen, a pesar del cual viven, por lo que se ve, felices; la secuencia de la playa es inolvidable. Todo se quebrará a partir de un momento y la resolución del guionista-director es magnífica, a base de primeros planos (el de la madre limpiándose las lágrimas a manotazos es de antología) y confesiones trascendentales.


Lo que podría pasar por ser un filme costumbrista, se convierte pronto en una nueva reflexión, casi filosófica,, sobre el sentido de la familia y la opción entre la que nos viene impuesta por nacimiento y la que elegimos. En medio de tanta dificultad hay aquí un núcleo humano solidario, que se presta ayuda sin juzgarse mutuamente. Y de esa relación y ese apoyo surgen los lazos del verdadero afecto. La delicadeza con la que Kore-Eda muestra a todos ellos, las situaciones por las que pasan, son de una finura extraordinaria. Es verdad que el elenco que ha elegido ayuda lo suyo. Lily Franky ya había hecho un papel en parte semejante en el título citado al principio y aquí está lleno de humor y cercanía a los que lo rodean.  Kirin Kiki es la veterana que ya me había conmovido en Una pastelería en Tokio (2015) y que falleció al terminar el rodaje. Magnífica de sabiduría y afecto. 



El trabajo de los dos niños es sorprendente, por su naturalidad y su manera de mirar. Todo transcurre a un ritmo pausado, lejos de la fiebre de la vida japonesa. Kore-Eda impone su tempo y su manera de ir cediendo información hasta que todo va casando. El transfondo de la sociedad nipona no sale demasiado bien parado: padres, maltratadores, arrendatarios aprovechados, empresarios sin escrúpulos, prostíbulos mecanizados... Y, junto a ellos, quienes pretenden ayudar a que todo vaya según lo establecido en leyes y normas de una sociedad muy formal. En estos días "tan entrañables", ver esta peli puede suponer plantearse otros modos de convivencia menos estandarizados. Un regalo con fondo amargo.

José Manuel Mora.


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