A Very English Scandal, de Stephen Frears

  Política británica...

A veces pienso si tendrá verdadero sentido escribir estas notas, aparte de la ayuda que supone para mi desmemoriada memoria. Sin embargo, repasando anteriores entradas, descubro que algunas de ellas, The Young Pope, por ejemplo, otra serie de la que espero con ansia la segunda temporada, ha sido visitada por más de 1100 personas. Y entonces pienso que tal vez sí que estas reflexiones animan a adentrarse en historias que de otro modo no se descubrirían, o permiten completar la visión que uno se formó tras el visionado. Allá va, pues, el comentario de una mini serie de la BBC, A Very English Scandal, del año 2018, y que fue dirigida por alguien al que sigo desde los tiempos de Mi hermosa lavandería (1985), nada menos que  Stephen Frears (consultar filmografía para saber la envergadura del personaje), con un guión de Russell T. Davies, creador de Queer as Folk y Cucumber, basado en el libro homónimo de John Preston, quien narra un caso muy sonado en la política británica de los años sesenta y setenta del pasado siglo. Se puede ver en Amazon Prime Video.


La historia, basada en hecho reales que provocaron un escándalo mayúsculo en la política británica de los setenta y en la sociedad bienpensante y pacata del momento, en la que la homosexualidad estaba penada con cárcel, arranca en 1961, cuando Jeremy Thorpe (Hugh Grant), miembro del parlamento británico y figura ascendente dentro del Partido Liberal, conoce por azar a un joven llamado Norman Scott (Ben Whishaw, que obtuvo el Globo de Oro como mejor actor de reparto) en los establos de la granja de una amigo durante unos días de vacaciones. El flechazo es instantáneo y el potentado político le pone piso a su "conejito", apelativo cariñoso con el que lo nombra. Cuando su ascenso en el partido lo exige, decide despacharlo y lo deja a la intemperie, sin tarjeta de la S.S., elemento recurrente en la historia. El uno progresa, se casa, tiene un hijo; el otro malvive en trabajos misérrimos y se deprime por seguir enamorado y por pensar que ha sido utilizado. Chantajes, denuncias, necesidad de hacerlo desaparecer.... todo vale con tal de que la carrera del político no se vea arruinada. Y así hasta llegar al juicio final, no el escatológico, sino el que concluye el filme. Cuento todo esto porque apareció en los medios periodísticos de la época (conocido como el Thorpe affair), y no se trata de un thriller.   
 

Más bien estamos ante una historia tragicómica: trágica puesto que los personajes sufren por promesas incumplidas, por el miedo a salir en los periódicos o a tener que hablar francamente con la esposa, o a no tener la famosa tarjeta de la S.S., lo que imposibilita a uno en Gran Bretaña el poder recibir medicación  en una farmacia, por puro desamor, por sentirse despreciado y abandonado. Y cómica, por el tratamiento que Frears da a la historia, con ese punto de crueldad, de cinismo en los personajes de alcurnia y de vulnerabilidad en los más desamparados, que los desenmascara de tanta impostura social. Quedan entonces retratados como seres humanos, con toda su fragilidad y sus debilidades. Lo que podría haber sido un dramón, al estilo de otras obras del director como Ábrete de orejas (1987), o  Las amistades peligrosas (1988), aquí queda reducido a un tono de comedia hiriente en la que es difícil no salir mal parado. La sonrisa queda congelada por la acidez y la negrura de las situaciones. Todo parece valer para conseguir los propósitos de unos y otros, incluida una conspiración por asesinato. Son patéticas tanto la ocultación de su homosexualidad en el parlamentario, como su aceptación a regañadientes, encerrado en un mutismo culpable y orgulloso de clase, por no hablar de la inestabilidad emocional del jovencito, siempre al borde de un ataque de nervios, que acabará convertido en alguien consciente de su poder y de su dignidad, a pesar de la homofobia en torno.
 

El ritmo es endiablado y el director logra comprimir en tres horas, tres capítulos, los sucesos que se desarrollaron en algo más de una década. Las historias personales de los dos protagonistas se van imbricando la una en la otra, acompañadas por una musiquita casi exasperante y una ambientación de diez en vestuario y atrezo. Hugh Grant, que ha estado encasillado en papeles de comedia romántica, aquí borda un personaje que casi es una máscara que acabará resquebrajándose al final: altivo, condescendiente, cínico, manipulador, prepotente, triunfador y a la vez temeroso de ser descubierto. A veces cuesta creer lo poco que cambia su físico a lo largo de los quince años de la historia, pero es un detalle menor. Ben Whishaw, cuyo nombre no recordaba, me sonaba de haberlo visto en El perfume, mucho más jovencito. Está espléndido al no convertir a su personaje en un fantoche, en una pobre locaza, conteniendo su amaneramiento y dejándose ir en sentimentalismo desatado, siempre creíble. Al final, gracias a la patrona del pub, que lo apoya sin fisuras, acabará siendo consciente de que debe dar la batalla con todas las consecuencias. Los tiempos están cambiando, que dijo el juglar de Minnesota. En resumidas cuentas, la miniserie supone la posibilidad de traer a la memoria aquel famoso affaire desde una óptica muy crítica, pero también capaz de observar a los personajes como humanos con todas su contradicciones y debilidades. Tal como somos. Nuevo tanto para la BBC.

José Manuel Mora.





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