Valencia en primavera

 Cap i casal.

Hacía cinco años que no íbamos a Valencia, el Cap i Casal. No es esta una entrada para animar a conocerla a quienes nunca han estado. No ha sido una visita turística al uso, lo que hubiera exigido acercarse a determinados lugares emblemáticos. Se trataba más bien de una excusa para ver a gente a la que quiero y que tenía abandonada. Y de paso... Tomar el tren temprano en Alicante permite aparecer en la estación del Norte (aunque en realidad el convoy se detiene en la nueva estación de J. Sorolla) cuando, por ser domingo, las calles están casi sin poner. La ciudad está completamente vacía y es un lujo comenzar a caminar, dejándose llevar por el instinto de quien ha vivido allí cinco años en dos tiempos diferentes. 


Mi primera temporada  transcurrió entre La Alameda, donde estaba mi colegio mayor, y la calle la Nave, donde se encontraba entonces la Facultad de Filosofía y Letras, y donde cursé mis dos primeros años de estudios comunes. Para un casi pueblerino de Alicante, donde todo estaba tan a mano, la ciudad del Turia me resultaba inmensa. Ir hasta el cine del Oeste a ver Doctor Zhivago era una auténtica travesía. Ahora, atravesar la Plaza del Ayuntamiento sin coches y sin gente, en dirección al Mercado Central, me parece un cómodo paseo. Los primeros en llegar establecen delante de la Llotja, el edificio de gótico civil más hermoso que tenemos en estas tierras, sus tenderetes, sus mesas desplegables, para vender sellos o cualquier cosa que se les ocurra, un auténtico marché aux puces. La gente se saluda. Son colegas. La jornada está empezando a levantarse. 


 
 



















Adentrarse luego en el barrio del Carmen, tras una noche de sábado, supone esquivar el baldeo de las calles para ponerlas en estado de revista. Todo está calmo y vacío, sonoro y, a la luz del incipiente sol, el encanto nocturno del sitio de la marcha, deja al descubierto la fealdad de las zonas todavía sin restaurar, que me recuerdan algunos barrios vistos en Palermo, a punto de venirse abajo, de tan viejos y descuidados. Salimos sin notarlo a las torres de Quart, la puerta de Poniente de la Ciutat Vella. En esa calle, extramuros, viví los tres años que estuve ejerciendo en el "Joan Fuster" de Sueca. A todos sitios iba andando. Tal vez el haber empezado a correr mundo me redefinía las distancias de la ciudad, que ya no me parecía tan enorme. Al dirigirnos hacia el antiguo cauce del río, compruebo otra vez el cambio experimentado por lo que unos quisieron convertir en autopista, mientras otros peleaban porque fuera verde: jardines, lagos, zonas deportivas, pistas perfectas para correr o ir en bici, para pasear entre el aroma del azahar.

 

 

























Y nuestro destino en este primer día es visitar una de las novedades que la ciudad ofrece en el barrio de Marxalenes, zona prácticamente desconocida para mí, territorio de aluvión, sin ningún encanto, construido en los años cincuenta para acoger a los "nuevos valencianos" de La Mancha o de Murcia o de Andalucía. Pero ahora, gracias a otra moda importada de los U.S.A., el famoso mecenazgo, se ha recuperado una vieja fábrica de los años treinta, situada en unos terrenos que entonces lindaban con la huerta y sus azudes sin solución de continuidad, Bombas Gens


Cuando la fábrica cerró, quedó en el abandono más absoluto, pero una señora, dizque amante del arte, decidió restaurarla para levantar su Fundació Per Amor a l’Art donde ubicar su colección, por no hablar de lo que le habrá supuesto de exención de impuestos tan altruista gesto. Parece que estuvo bien asesorada por Vicente Todolí y que las cosas se han hecho con tino. Las tres espléndidas naves, que pasan desapercibidas desde fuera, dan para albergar la colección permanente y para permitir exposiciones temporales. Es domingo y la entrada, gratuita, así que los grupos para visitarla están completos. No somos previsores y no habíamos reservado, con lo fácil que resulta todo ahora, que se puede hacer en línea.

 






















 Pero todos los pillos tienene suerte y conseguimos las dos últimas plazas para la visita guiada de los jardines de la parte posterior, que además corre a cargo del diseñador de los mismos, Gustavo Marina quien, orgulloso de su obra, sabe de lo que habla y resulta ameno en su exposición. La primera sorpresa se encuentra justo a la entrada, una instalación de Cristina Iglesias, en la línea de lo que vimos de ella en Amberes, delante de su Parlamento. Se trata un trabajo en bronce que simula las plantas acuáticas que crecen en los cauces de las acequias próximas. El agua brota y parece fluir hasta que se vacía de nuevo y la fuente subterránea vuelve a manar. Es un trompe l'oeil, puesto que el agua no circula, sólo brota  y se subsume. El rumor suave refresca el ambiente de este domingo completamente primaveral.  


 





















La inteligencia y la sensibilidad con que se han distribuido las plantas de este jardí tancat, una de las clases dentro de la amplia tipología existente en los jardines, se pone de manifiesto en la elección de variedades, en los colores que muestran flores y arbustos, en la disposición a distintas alturas, en la sabia colección de texturas de los troncos, de los verdes de las ramas, todo en un espacio que en realidad es reducido, pero que justamente por ello le confiere un encanto especial. Cipreses, palos borrachos, olivos, plantas de tabaco, ficus, naranjos, palmeras... Es además un jardín cambiante, pues cada estación comporta variedades diferentes en las flores cobijadas por los árboles. No me quiero frenar a la hora de elegir unas cuantas fotos que ilustran mejor que mis palabras la belleza del lugar.













Las tres naves citadas son diáfanas, amplísimas, luminosas, con mucho espacio para exponer de manera holgada obras de gran formato. Hay una antológica de la Hartung- Bergman Fondation, proveniente de Antibes,  con obras fundamentalmente de ella, Anna-Eva Bergman (1909-1987), una pintora noruega que vino a vivir a Menorca en 1932 con su pareja; Hartung era alemán. Se trasladaron luego a Francia, donde acabaron comprando una casa-taller, convertida ahora en sede de la fundación que lleva su nombre. Ambos son de estilos completamente diferentes. Ella trabaja la abstracción utilizando materiales de soporte que dan curiosas cualidades a su trabajo: pan de oro, hojas de metal, en grandes superficies con colores acrílicos muchas veces planos, de leves referencias a la realidad, montañas, glaciares, barcas, rocas, fiordos, y otras de geometría rotunda en blanco y negro sobrios y potentes. En otros casos elabora sus propuestas con tinta china sobre papel con resultados excelentes. La exposición se titula De norte a sur, ritmos, y estará expuesta hasta mayo de 2019. Como dicen en Valencia, "paga la pena" la visita.


Las sorpresas no acaban. Hay también una colección magnífica de fotografías de unos artistas japoneses de los años sesenta en B/N, impactantes, unas que muestran interiores de intenso lirismo y de silenciosa intimidad; otras, la conflictividad existente en aquella sociedad entre la juventud de la época. Y otra serie aún, ésta en colores intensísimos, con primeros planos de flores muy hermosas y de gran sensualidad que parecen invitar a acariciarlas. Se hace la hora del cierre y no hemos podido disfrutar lo colgado con el tiempo suficiente. Cosas de la improvisación. Un nuevo espacio para el arte que Valencia incorpora y que habrá que tener en cuenta en próximas visitas. 



A la una viene a recogernos a la puerta del centro un antiguo alumno mío de Sueca, Josep Lluis: mestre, me saluda con una abrazo, cercano a los cincuenta ya (OMG) y establecido con su familia  en Riola, su pueblo de toda la vida. De los urbanitas que prefieren vivir en el campo. Y hacen bien, puesto que el lugar se esconde en medio de los naranjales, y el aroma de la diminuta flor blanca al llegar a su casa nos penetra y transporta. La tranquilidad es total. Y el arroz al horno que nos ofrece su madre es de lo más auténtico, como ella misma. Reencontrarse con una persona a la que no ves desde hace un montón de años y sentirte hablando el mismo idioma, con los mismos valores, consciente de haber contribuido en parte a su formación de adolescente, es otro de los placeres de la vida. Al atardecer nos devuelven a la capital, eso sí, enriquecidos con nuevas perspectivas de análisis y afectos renovados. Nos quedamos en casa de otra compañera de los años gloriosos de Elche y con la que volví a coincidir luego en Virgen del Remedio.



Merxe nos prepara un desayuno copioso en alimento y conversación, aplazada después de tantos años cuidando de su madre. Luego salimos siguiendo la Gran vía de F. el Catòlic de nuevo hacia el río, pero con parada previa en un lugar en el que pasé muchas tardes profesionales, leyendo prensa o corrigiendo trabajos escolares en una isla de silencio verde en medio del tráfago ciudadano: el Jardí Botànic de la Universitat de València, fundado como huerto de plantas medicinales en el S. XVI y situado en su emplazamiento actual ya en el XIX, con ánimo didáctico. En los años ochenta era un lugar descuidado, de tapias semicaídas y por el que paseaban jubilados y algún grupo de escuelas próximas. El cambio, que ha durado desde 1987 hasta 2000, ha sido espectacular, empezando por la entrada, que acoge salas de exposición y recepción de visitantes y estudiantes acompañados del profesorado, dispuestos a conocer una riqueza atesorada con mimo ahora y cuidada por un buen grupo de profesionales de la jardinería y la botánica.























Hay más de 4500 especies diferentes, procedentes de todo el mundo, aunque es posible que, además de los enormes árboles monumentales, de más de 180 años, que dan sombra y frescor al conjunto, sea la zona de plantas raras y de necesaria protección, helechos, orquídeas, bromelias, las que llamen más la atención, situadas en invernaderos de techo de cristal a nivel inferior al del suelo del jardín, donde conservan humedad, luz y temperatura adecuadas y donde el silencio se vuelve exigente. 

 





















La parte donde están las plantas desérticas con la colección de cactus nos resulta menos llamativa, conociendo el Huerto del Cura en Elche. De los edificios construidos durante el XIX el que resulta más sobresaliente es el enorme invernadero  de madera que permite cultivar plantas tropicales. En su interior hay un pequeño estanque de peces rojos y en su centro, sobre un pedestal de mármol con dos soportes finísimos que le dan mayor vuelo, la escultura de A. Alfaro, de acero levísimo, de brillantes irisaciones en su torcedura lineal, de geometría elegante y atractiva en su desnudamiento de referencias, apenas una onda metálica.


La sensación  que produce la estructura de lamas que permite pasar el aire y la luz justa es contradictoria, como si estuviéramos dentro y fuera a la vez. Los bancos invitan a sentarse y disfrutar de este núcleo privilegiado en el que la escultura adopta formas diversas según el punto de mira que se tenga para disfrutarla.



















A la salida regresamos hacia el barrio del Carmen, a ver otra de las sorprendentes novedades que la ciudad ofrece. En mis tiempos, paralela al Carrer de Cavallers, había una iglesuca de aires neogóticos en su fachada sur y que creo no llegué a visitar nunca, llamada de S. Nicolau. Durante la Guerra Civil sufrió enormes desperfectos. Su interior, de haberlo hecho, me hubiera sorprendido al estar decorada con profusión barroca de pinturas al fresco. Ya en este siglo se inició su restauración, de lo que se viene conociendo como la "Sixtina" valenciana, gracias a la munificencia de otra mecenas, la Fundación Hortensia Herrero, la copropietaria de la más importante cadena de supermercados de la zona. Al ir a entrar nos advierten que, por ser lunes, es momento de culto y que no se pueden hacer fotos. Es media mañana y la iglesia está a reventar de gente de toda edad, que vienen a pedir trabajo, según nos informan. El recogimiento es total. Y la mirada se divide entre el cielo coloreado al fresco y el suelo repleto de angustia y necesidad. A pesar de la prohibición, fotografío.


Seguimos por Cavallers hacia el Palau de la Generalitat, del que vemos salir a pie al President, Ximo Puig, en plena campaña electoral, multiplicándose para conseguir salvar el tripartito del Botànic y que no vuelva la caterva de políticos que metieron la mano en todas las cajas posibles, bancarias, municipales y autonómicas. El gótico mediterráneo de su fachada de poniente me sigue pareciendo de una extrema elegancia. Y en el paseo descubrimos el Palau dels Català de Valeriola, originario del XV, con su típico patio de carruajes, semejante a los que se pueden ver en Barcelona o Mallorca, con su escalera peraltada en ángulo, con decoración característica en zig-zag, y que ha sido restaurado íntegramente en 2006.


















 
Cerca de las Torres de Serranos hemos quedado a comer con mi compañero de Comunes y todavía amigo, Paco. No sé si es muy frecuente conservar amistades durante cincuenta años, a pesar de la distancia y el tiempo y derivas vitales diferentes. Pero así ha sido y es una gozada la conexión inmediata desde el momento del reencuentro. Hay tanto por contar que la comida se antoja secundaria. La cafetería que nos han recomendado, Café de las Horas, no estaba entonces y es una extravagancia más de esta Valencia barroca y a veces fallera de más. Es cierto que el surtido de variedades de café en copas altas es un auténtico escándalo gourmet. Contrariamente a lo que podría suponerse, está tranquilo y la charla se puede mantener.



El paseo hacia el cine es una larga caminata buscando la Alameda y la Avenida de Aragón, cruzando lo que en mis tiempos estudiantiles no era más que una pasarela frágil por la que te llevaba el viento en días de lluvia y que comunicaba con el centro de la ciudad a través del Parterre. Ahora hay un elegante puente blanco, conocido como Pasarela de la Exposición, y rebautizado como Puente de la Peineta, del arquitecto que transformó la fisonomía del Cap i casal durante los años de la infausta burbuja inmobiliaria.


 Intentamos ver una peli que se nos escapó en Alicante y en la que tenemos mucho interés por su director (https://mbadalicante.blogspot.com/2019/04/la-caida-del-imperio-americano-de.html). A la salida del cine nos encontramos con la noticia que transmiten las redes en directo del incendio de la parisina catedral de Nôtre Dame. Conmocionados, a pesar de saber que se trata de algo fortuito y no de ningún atentado terrorista.  Quiero dejar aquí constancia de ello para cuando tal vez no recuerde con precisión dónde estaba en el momento en que sucedió. De regreso hacia el centro por la Gran Vía de Germanías, nos encontramos con otra pieza de Alfaro que no quiero dejar de consignar. No entramos en otro barrio, felizmente recuperado según dicen, y que conocemos bien, el de Russafa. Otros dirán que ha sido objeto de la progresiva "gentrificación" que se va adueñando de las ciudades turísticas.



Y ya en nuestro tercer y último día de estancia nos acercamos a otra institución privada que ha permitido grandes exposiciones en la ciudad. En Bancaixa vimos hace años una antológica de Sorolla que nos dejó sin habla. Y ahora nos encontramos con tres exhibiciones que merecen la pena, sobre todo porque de Soledad Sevilla había oído hablar, pero no conocía su obra y lo que cuelga en las salas es relevante y resulta pertinente para hacerse una idea del conjunto de su producción. 



Vemos antes una colección de fotografías de Caparrós, en diferentes soportes y tamaños, y con un tema único El jardí de la natura, que se plama en árboles translúcidos, o en arroyos que se despeñan en el silencio del blanco y negro, inmovilizados por la lente. 



Para completar lo expuesto hay una muestra de Jorge Ballester, perteneciente al siempre explosivo Equipo Realidad, con su figuración crítica, imbuida de la estética pop. En la puerta nos volvemos a encontrar con una obra de Alfaro, minimalista y elegante.


Nos queda, en este recorrido cultureta, visitar el IVAM, como un homenaje póstumo a la gran mujer que inauguró el Centro Julio González en 1989, consiguiendo para el museo gran parte de su obra, Carmen Alborch. Se cumplen cuarenta años del evento que situó a Valencia en el recorrido casi obligatorio de los grandes contenedores museísticos de finales del XX, gracias inicialmente a los expertos Tomás Llorens y Vicente Todolí. Los jubilados tienen entrada gratuita, lo que es de agradecer, dado el precio de las entradas en los museos de Europa.



Y es cierto que, al ser conmemorativas, las muestras no ofrecen muchas novedades, pero la manera en que se agrupan y exhiben permite a las obras dialogar de manera diferente en cada ocasión. El paseo por las salas es pues más distendido, al no tener que abarcarlo todo por vez primera. Y, cabe además señalar, para quienes no lo sepan, que la biblioteca especializada del centro constituye una institución de referencia, que solía visitar con mi alumnado de Biblioteconomía, por lo bien organizada que está; quiero advertir asímismo que el restaurante de la planta baja del museo ha pasado a nuevas manos y ofrece un menú de exquisiteces a un precio más que razonable. En el regreso a casa de Merxe, preparados ya para la vuelta, pasamos por unedifico emblemático que no sé si se conoce suficientemente, la Finca Roja, arquitectura expresionista de los años treinta del pasado siglo. Sorprendente. 



Después de este brevísimo recorrido, creo que queda de manifiesto que siempre merece la pena volver al Cap i casal. Gracias a quienes nos han acogido con deferecnai y cariño: Josep Lluis, Paco y Merxe.

José Manuel Mora.

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