Los Once, de Pierre Michon

¿Lección de Historia?

Lamento mucho no saber la suficiente Historia, por aquello de la magistra vitae. Estoy seguro de que su conocimiento me ayudaría a entender mejor hechos importantes del pasado. Mi amiga Merxe es historiadora, de las buenas. Su alumnado la recuerda por cómo con sus clases les abrió los ojos a una realidad que necesita de correcto análisis para ser bien entendida, lo que muchas veces requiere saber orígenes y fundamentos. Y ella conoce las pautas y disfruta mucho de los libros que tienen que ver con lo que fue objeto de estudio durante sus años de formación y de profesión. Así que, cuando me recomendó el que voy a comentar, me apresuré a comprarlo, confiando en su buen criterio y sin haber oído ni nombrar a su autor. MICHON, PIERRE. Los Once. Barcelona: Ed. Anagrama, 2010, 138 págs; trad. Mª. Teresa Gallego Urrutia, lo que es un seguro de buen trabajo porque es su traductora habitual y estudiosa de su obra; llegó a nosotros con sólo un año de retraso. Desde la cubierta se nos anuncia, ¿vende?, que ha logrado el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, lo que no deja de ser un marchamo de prestigio. La francesa es más antigua y de prestigio más consolidado que la nuestra.


Pierre Michon nació en 1945, en La Creuse, cerca de Limoges, lo que tendrá que ver con unos personajes sin nombre que aparecen en el libro, los "lemosines". Estudiante de Letras, esperó hasta casi los cuarenta para publicar su primer título, Vidas minúsculas. No es frecuente que un primer libro logre consagrar al autor; sin embargo éste parece que lo hizo ser considerado uno de los mejores escritores del siglo. Y yo sin saber de su existencia. La que acabo de leer le llevó quince años de preparación, lo que es señal de lo concienzuda que resulta su tarea. Sigue viviendo en la aldea donde nació y a ella se retira para reflexionar y escribir. Sus textos no suelen ser muy extensos, pero sí son de una densidad extrema, como veremos. Se ha convertido en un escritor de culto.


Sé que no me puedo fiar de mi memoria, pero tengo la sensación de que mi primer contacto con la Revolución Francesa fue a través del cine, una peli en B/N en la que se hacía subir a los nobles al cadalso como auténticos héroes; creo que se trataba de una versión "jolivudense" de Historia de dos ciudades, de los años sesenta y que decidí leer muchos años después, ya en 2012. Y aunque el trasfondo del libro de Michon es el periodo del Terror, también el previo, sus planteamientos literarios están en las antípodas de los de Dickens. El título, Los Once, hace referencia al número de personas que formaban el Gran Comité de Salud Pública, del Año II, también conocido como del Gran Terror: Billaud, Carnot, Prieur, Prieur (sic), Couthon, Robespierre, Collot, Barère, Lindet, Saint-Just,Saint-André" (pág. 43), todos ellos hombres "de las Luces", lo que no impidió su crueldad y su barbarie. Pero para llegar al cuadro que los representa y que supuestamente está colgado en el Louvre (ni existe la tela ni por lo tanto está en el museo, es pura creación literaria), el escritor se demora en la genealogía del pintor al que se le realiza el encargo: un tal François-Élie de Corentin, de la escuela de Tiépolo.




Nos enteramos así de que su abuelo, albañil iletrado de pasado oscuro, ("Cuando eres ínfimo, sólo creces pisando a otro más ínfimo", pág. 38), tuvo que ver en la cosntrucción del canal Orleans-Montargis ("Diez leguas de aguas espejeantes por donde van los barcos y las nubes", pág. 68), lo que le permitió casarse, ya mayor, con una jovencita de la nobleza de provincias, quien pariría a la madre del futuro pintor ficticio, nacido ya en 1730. Esa labor de ingeniería le reportó al viejo extraordinarias ganancias a costa del sudor y de la vida de los trabajadores que lo excavaron: "dos generaciones de cavadores y albañiles lemosines que tuvieron algo así como una vida antes de caerse de las escalas de mano o de encenagarse sin remisión en el Loira" (pág. 34). Gentes que soportaban diez meses de trabajos casi forzados lejos de sus familias, gracias a las damajuanas de un aguardiente agrio y de las navajas con resorte que se abrían tras la bebida. Todo ello conforma un enorme contraste con el mundo de los pudientes, simbolizado por el espíritu tiepolesco plasmado en techos y paredes de tonos y trazos barrocos de los palacetes de época. Es en esa escuela donde aprende el joven Corentin en medio de dos mujeres, madre y abuela, y un padre ausente, en medio de un paisaje bucólico, cuyos elementos son en parte autobiográficos.



Llega por todo ello la Revolución con su afán igualatorio y justiciero. Y ya en el segundo año del conocido como Terror, entre 1793-94, es cuando se produce el encargo, con nocturnidad, sin el permiso de los retratados, en una iglesia vacía y devastada, a la luz de un gran farol cuadrado que recuerda al de los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, explícitamente admirado por el autor. "Lo que te pedimos es una asamblea de héroes [...] en una propicia sesión fraterna" (pág. 90). Michon va intercalando sucesos históricos con otros ficticios y va mostrando cómo los hechos se van transformando a conveniencia de quien quiere representarlos para la posteridad. "Es un encargo político" (pág. 93), confiesa el autor y por lo tanto afirma que de lo que habla es de política, dirigiéndose todo el tiempo a un interlocutor ficticio, "caballero", ante el que explicita su presencia, a veces en estilo indirecto libre. "En vez de darle a usted la tabarra con mis teorías aproximativas" (pág. 70). En esa tela inventada, las cartas estaban repartidas, pero no se sabía todavía quién ganaría la partida. La cabeza de Robespierre acabaría también en el cesto pero entonces no se sabía. "Aquel cuadro era un comodín que se podía echar sobre la mesa en el momento crucial" (pág. 112), lo que insiste en la ambigüedad de la propuesta, válida según quién ganara y sobre todo según cómo se leyera. La Historia nos viene presentada en tanto que ficción.


En toda esta historia  hay mucho de escenografía en la disposición de los personajes, no sólo en el cuadro, sino en la sacristía la noche del encargo, en su modo de ir vestidos, en las tonalidades de sus ropajes, sombreros y bandas tricolores, lo que nos llega gracias a su mucho saber pictórico (Watteau, Piero della Francesca). El relato, la trama, parecen ser secundarios para el escritor. Es una prosa reflexiva, diamantina y cortante en muchos momentos, lírica en muchos otros, y ambigua y opaca casi siempre. Quien busque argumento al uso puede sentirse defraudado. Hay una tensión extraordinaria entre la función referencial que el supuesto cuadro transmite, y la relativa a la ficción propiamente dicha que el autor inventa. Esta tensión es la que convierte en legendario un cuadro inexistente, que el lector acaba imaginando con precisión gracias a la escritura de Michon. Todo este juego de espejos es muy manierista, lo que puede distanciar al lector o atraparlo definitivamente. À chacun son choix. La conclusión del autor es bastante deprimente: "El alma colectiva que en él [el cuadro] se ve no es el Pueblo, el alma inefable de 1789, es la vuelta del tirano global que se hace pasar por el pueblo " (pág. 131).

José Manuel Mora.

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