Intemperie, de Benito Zambrano.

 Del paisaje como dramatis personae.

Dos pelis en una semana. La cartelera estaba cargada, como señalé en la entrada anterior. Y esta vez, venciendo a mi temor al desencanto y animado por mi amigo Lluís, de buen paladar cinéfilo, me he animado a ir a ver Intemperie, dirigida por Benito Zambrano, sobre un guión que parte de la novela homónima comentada ya aquí hace ¡seis años! (Intemperie) y que ganó el Premio de Literatura Europea en 2016. Con razón no recordaba casi nada, tan sólo la honda impresión que me causó su lectura. 


El director, Zambrano, se dio a conocer con un título que me gustó mucho, Solas (1999); más tarde, con La voz dormida (2011) no logró convencer más que a los ya convencidos. La miniserie Padre coraje (1995) volvió a dar en el blanco con un inmenso J. Diego. Por todo ello tenía mis reparos a la hora de ver esta cinta. El guión ha sido escrito por el propio director y los hermanos  Pablo y Daniel Remón. Y de entrada he de confesar que me parece un acierto lo escueto de los parlamentos, la sequedad de las réplicas. El original es de esos textos de díicil adaptación. La opción del director a la hora de trasladar el libro a la pantalla me parece que ha sido dar un mayor protagonismo al entorno en el que se mueven los personajes, antes que a los diálogos. En el comentario del libro hablaba de Las ratas de Delibes, al pensar en la figura del muchachillo ("niño", lo llama siempre el pastor para subrayar su corta edad); sin embargo la presencia del capataz del latifundio en la cinta (alguacil en la novela), me ha traído a la cabeza la figura del señorito de Los santos inocentes, éste de aquí más brutal, pero igual de hijoputa, ambos con sus propias obsesiones. La denuncia es así más social que política. Hay otro cambio importante: el pastor pasa del viejo aquel, a la potente presencia de Tosar. También piensa uno en los críos que huyen del asesino de hielo en La noche del cazador (1955) y que son ayudados por una viejecita.


Hay en el arranque un niño que huye de las cuevas donde vive con su familia de segadores (preciosa la escena de despedida de su hermana, inexistente en el texto). No hay nombres propios, como sucedía en el libro. Se ubica temporalmente en 1946, cosa que el libro no precisaba y que aquí ponen de manifiesto las preguntas del niño, a las que el pastor no quiere responder, para no recordar el horror de un montón de jóvenes matándose en beneficio de unos cuantos. Posguerra en cualquier caso. El capataz es dueño y señor de vidas y haciendas y está ayudado por los secuaces que lo temen y le deben su situación de poder, a cual más brutal y más cruel. Se desata entonces la búsqueda obsesiva del niño, con la excusa de un robo que el chico ha cometido, como en un viejo  wéstern, asociación a la que ayuda el conjunto de localizaciones (Orce, Galera y Huéscar, en la provincia de Granada) en espacios desiertos, amplísimos, desolados, resecos, en los que el sol parece incendiarlo todo y por los que es una temeridad adentrarse sin lo necesario. Y su supervivencia no hubiera sido posible de no haberse topado con el cabrero. La huida de ambos combina lo anterior con el aire de una road movie sin carreteras ni coches, sino con un burro y unas ovejas en medio de la nada.


Luis Tosar compone un personaje de pocas palabras, austero y empático, con cuatro ideas muy claras: el respeto a los muertos y la protección de la inocencia. Jaime López es el crío, de una naturalidad conmovedora, con sus ojos sin una lágrima y su violencia defensiva e impotente. Luis Callejo, con cuyo rostro no me había quedado a pesar de haberlo visto en La mula  y en  Tarde para la ira, da perfectamente el tipo de   poderoso sin alma, y no necesita sobreactuar para conseguirlo. Vicente Romero está tan creíble como en Celda 211, con su crueldad minuciosa y sin límites. Todos están muy bien dirigidos, con la contención como bandera y con un cuidado en los acentos propios que no convierten los parlamentos en incomprensibles, como a veces sucede. La fotografía es bellísima y difícil bajo un sol casi siempre en su cénit. Tan sólo el final me parece algo excesivo en disparos. Una minucia. La película se abre y se cierra con dos canciones ("Gallo negro" la primera), cantadas por Silvia Pérez Cruz, que ponen el dramatismo exacto a las imágenes. Y es una opción excelente el dejar lo más escueta posible la explicación, algo que también sucedía en el libro. Más que suficiente para dejar clara la catadura moral del capataz por oposición a la humanidad sin fisuras del cabrero. Precioso el gesto de enterrar a los muertos. 

José Manuel Mora.

 

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