Napoleón en Chamartín, de B. Pérez Galdós

 De "patriotas" y "afrancesados".

Y sigo celebrando el centenario, porque creo que no hay mejor forma de celebración de un autor que su lectura. Voy cubriendo lagunas imperdonables de mi supuesta formación especializada. Continúo con otro de los Episodios, que voy leyendo un poco sin orden ni concierto, lo que no sé si es del todo acertado; hace no mucho dejé aquí el comentario de El terror de 1824, que es posterior cronológicamente al de ahora. Y adelanto que he vuelto a disfrutar. PÉREZ GALDÓS, Benito. Napoleón en Chamartín. Madrid: Alianza Editorial, 1976; episodio número 5 de la primera serie. 216 págs. El que tengo entre manos es un ejemplar de mi antigua biblioteca tudelana, que seguramente trabajé, pero que no recordaba en absoluto. Se trata de aquella colección de Alizanza Hernando con cubiertas hermosamente diseñadas, aunque con la "ortografía" en la que los tipos de imprenta no colocaban tildes en las mayúsculas. 


Y don Benito vuelve a soprenderme desde las primeras páginas. El episodio lo escribió en 1874, a sesenta años de distancia de los hechos. Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843- Madrid, 1920) ha de ejercer de historiador, puesto que no vivió los hechos, pero seguro que además de fuentes escritas, pudo contar con gente que le transmitiera de viva voz algunas anécdotas de aquellos tiempos convulsos; su padre en concreto le contó lo vivido por él. Al menos la sensación que se tiene con su lectura es estar ante tranches de vie. Se dice que acostumbraba a salir a diario, tras haber escrito durante cuatro horas, para espiar a las gentes y su manera de hablar, intentando pasar desapercibido. Volveremos sobre esta captación del lenguaje popular. Leía además en inglés y francés, lo que le posibilitó conocer a Dickens, a Balzac, y en su madurez a Tolstói, y también admiraba a Lope y a Cervantes, claro. Como ellos acabó siendo popularísimo. La foto que dejo es un poco anterior al momento en que escribe la primera serie de sus Episodios, dedicada a  la Guerra de la Indpendencia, de la que leí por indicación paterna, siendo adolescente, Trafalgar. Sé que me impresionó, aunque no recuerde nada de su lectura, salvo la presencia de un mozalbete "tunantuelo" llamado Gabriel.



Gabriel Araceli reaparece aquí siendo el propio narrador/cronista de los hechos que se nos cuentan hecho ya un mocetón: "Espero dar algunas muestras a mis pacienzudos leyentes" (pág. 8), con esas dos creaciones lingüísticas que auguran mucho más. Y esta originalidad expresiva, de la que daré más ejemplos luego, pone de manifiesto que la ironía formará parte de su estilo: "los habitués (¿por qué no decirlo en francés?) [...] sin renunciar a ser cronista de los saraos de aquella matritense high life (¿por qué no decirlo en inglés?)" (pág. 10). El uso del oxímoro con valor irónico hunorístico aparece también desde el inicio: "El salón [de aire francés y dieciochesco] de la Pelumbres [mujer de la via]" (pág. 11). En otros casos son metáforas que recuerdan a Quevedo: "aunque llevara a las espaldas todo el cónclave romano" [léase, cardenales producidos por los palos recibidos] (pág. 11). El uso de los diminutivos humaniza a algunos personajes: el padre Salmón es modificado por la gente de la calle: "Pues sepa mi señor Salmonete" (pág. 26); y en otros, los aumentativos los degradan: "gabachones", o "inglesones", que para todos hay. O el intento no siempre afortunado de plasmar el habla coloquial: "Lo que llaman ahora un savillé. Si no, manque se güelva irmitaño..." (pág. 76). Cuando ensarta refranes, no puede uno menos que pensar en Sancho: "tan bien se sirve con Pedro como con Juan, y adelante con los faroles, porque si tienes hogazas no pidas tortas, y si te dan la vaquilla acude con la soguilla, que como dijo el otro, mano que da mendrugo, buena es aunque sea de turco" (pág. 147). Ya mi profesor Senabre señalaba creaciones usadas por él en primera instancia con el valor que ahora le damos: "qué guapa y qué mona es" (pág. 187). Al final no se sabe qué es lo que ha escuchado y qué lo que crea el propio escritor y que luego la gente hará ssuyo. [Las cursivas son mías].


Y, volviendo a la trama, se observa una mezcla de elementos diversos: la novela sentimental de tanto éxito en los años del Romanticismo, plasmada en la historia de Gabriel con Inés, quien ha pasado a formar parte de una familia de rango, lo que convierte al amor de ambos en imposible, es unos de los componentes de tirón popular: "la diferencia de jerarquía social había puesto entre Inés y yo murallas inexpugnables" (pág. 37). El buen pulso narrativo del canario hace que el encuentro con la muchacha no se dé hasta casi el final. Por otro, las pinceladas sociológicas (teatros, corralas, salones, tabernas, palacios) nos proporcionan información sobre la vida de la época: "iba de tertulia alguna vez a las librerías principales, que era donde más se hablaba de política" (pág. 14). Y en ocasiones parece que don Benito esté viendo más allá de su épca para retratar la nuestra: "De ideas templadas y tolerantes, que le hacían un poco raro y hasta exótico en su patria y  tiempo" (pág. 41). O bien: "los españoles [...] muy fogosos en sus pasiones, si se desatan en rencorosos sentimientos unos contra otros, no sé cómo se van a entender" (pág. 21). Y eso que no había redes sociales... Se trasluce a veces la tolerancia del escritor en según qué aspectos: "otras maldades que en las del amor, por cierto bien perdonables" (pág. 114); incluso actitudes modernas con respecto a las mujeres: "¡Fusiles, piojo!, que nosotras también nos alistamos" (pág. 95), a lo que el padre Salmón replica: "Idos a rezar [...] que la mujer honrada, con la pierna quebrada y en casa" (íbidem). 


El retrato de los frailes es inmisericorde, aunque templado por el humor: entre los mercedarios los hay que se dedican a jugar a la barra, a resolver acertijos, a tocar la flauta, o hacer labores de punto, a criar gallinas para el propio consumo o a beber chocolate mientras se fuman puritos habaneros; nada útil en definitiva. Uno de los más ancianos considera sin embargo que "ya que no pueden redimir cautivos, quiere redimir a los que padecen [...] miseria" (pág. 155). En consecuencia, si España es ya de los franceses, dice uno, "adiós frailes y monjas [...] Ahora nos quieren hacer a todos herejes" (pág. 146). Napoleón, además de dictador, era un ilustrado y decretó la anulación de la Inquisición, la supresión de las aduanas interprovinciales, el derecho feudal, promovió la libertad de industria... Todo un programa que fue aplaudido por mentes preclaras que fueron tachados de "afrancesados" y que con la derrota del emperador tuvieron que acabar emigrando. Frente a ellos, la nobleza partidaria de Fernando VII, y el pueblo soberano, los patriotas, que acabarían gritando "¡Vivan las caenas!" tras una defensa heroica de la capital frente al francés: "Casi todos los del grupito [...]eran uns matusalenes [...] que daba compasión verles" (pág. 126). La valentía representada por el Gran Capitán es vista con distanciada ironía, aunque acabe siendo auténtica y trágica. 



Y no quiero concluir el comentario sin señalar la maestría a la hora de presentar una pelea tabernaria con pulso cinematográfico: "Aquí fue el arreciar de los puñetazos, y el esfuerzo de los gritos y el rodar unos sobre otros, y si bien el peso de un cuerpo nos oprimía a veces, también el nuestro caía en humanas blanduras, de cuyos choques provenían los pellizcos, arañazos y demás proyectiles menudos. Por aquí se oían voces lastimeras, por allá gritos de venganza" (pág. 86), que recuerda a alguna de las escenas cervantinas de la venta. El bueno de don Benito trazaba así una radiografía de las clases altas y las populares, de sus posicionamientos ante la invasión, a la par que una vivísima panorámica de la vida de la época, ilustrada con una hermosa historia de amor. ¿Qué más se puede pedir? Pienso seguir con ello. 

José Manuel Mora.  

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