La trinchera infinita, de J. Garaño, A. Arregi, J. M. Goenaga

 Topos.

En esta ocasión no se podría hablar con propiedad de "La película de la semana", como reza la etiqueta, puesto que se estrenó en octubre y a mí se me escapó. Sin embargo Netflix la ha colgado ahora en su plataforma y eso me ha permitido repescarla. Venía además premiada con un Goya para la protagonista, aunque el gancho para mí era el actor, como luego comentaré. El asunto por supuesto me interesaba y tenía curiosidad por ver cómo habían resuelto tanta estrechez y tanta oscuridad. La trincher infinita es la primera peli que veo de sus directores, a pesar de que sus otros títulos dieron que hablar.
 
  
Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga ya dirigieron en su momento dos cintas que me perdí: Loreak y Handia, rodadas en euskera y que acapararon un buen número de críticas positivas; ahora la segunda está también en la plataforma y, tras el buen sabor de boca de ésta que comento, seguro que la veré. Completa el triángulo de dirección su compañero Jon Garaño, que además parece que la montó a distancia. Goenaga la ha escrito junto con Luis Berdejo. Confiesan que dejar el País Vasco e irse a rodar a Huelva los exteriores, con un acento marcadísimo de los personajes, les ha supuesto una aventura, aunque los interiores se han rodado en decorados. Quienes piensen que se trata de "otra peli" sobre la Guerra Civil se engañan. El trasfondo es ése, pero el asunto es más personal, más íntimo. 



Y aunque el arranque es guerracivilista, Higinio, trasunto del alcalde republicano de Mijas, teme que lo fusilen tras haber sido concejal de izquierdas, pronto la trama se circunscribe al interior de un agujero donde el hombre se esconde para que no lo encuentren. Como él hubo más topos en nuestro país que, al terminar la guerra, no salieron de su escondite por miedo a las represalias que seguían produciéndose en aqulla paz interminable. Aquí lo que sucede es que esa situación se enquista porque el miedo paraliza al perseguido. Con la ayuda inestimable de su mujer, Rosa, logrará ir tirando, con una vida muy limitada, debido a las dimensiones del escondite, y teniendo que resignarse a escuchar lo que sucede a través de las paredes y a ver la auténtica vida por rendijas o mirando oculto tras los visillos. Su encierro durará 30 años. En ese tiempo la cinta pasa de la tensión inicial por el peligro inimente al remanso de la cotidianeidad, en el que al miedo del principio se le suma la soledad, las dudas, la rutina, el resquebrajamiento de la pareja, la hartura del hijo por tanta mentira, la interminable presencia del régimen franquista a través de la radio y luego la televisión. De hecho la duración de la cinta, 147 mi., podría haberse acortado algo al no extenderse tanto en esa segunda parte.



Para la pareja protagonista asumir  el paso de tantos años supongo que habrá sido un reto, como para los encargados de la caracterización. Antonio de la Torre ya nos tiene acostumbrados a grandes interpretaciones, pero aquí, con la limitación de los encuadres, muchas veces son sus ojos los que hablan, y de qué manera. Toda la claustrofobia viene expresada por sus encierros en el zulo, por su miedo no sólo a lo que pueda suceder, sino por el puro pánico a salir, a enfrentarse con una realidad mucho más extensa que aquella a la que se ha acostumbrado. Belén Cuesta, a la que asociaba con La llamada, en la que tanto me hizo reír, aquí compone un personaje desgarrado y contenido. Ha de aparentar, no puede chillar, ha de llevar sola el peso de la casa, su manera de quejarse con medias palabras, con frases inconclusas y su tono amargo es imponente. También ella acaba por estar profundamente sola con su deseo irrealizable de ver el mar. Ambos están magníficos. El rodaje de la primera parte supone un tour de force para los que han de encuadrar en espacios mínimos y oscurísimos. La iluminación de hecho es extraordinaria. Todo ello ayuda. Cuando al final la puerta se abra, la llamarada de luz calcinada del sur deslumbrará los ojos cansados de Higinio, sorprendido de que no lo reconozcan, preguntándose si ha valido la pena tantos años de encierro. La historia acaba siendo una metáfora de aquella herida que no se cerró bien y que sigue doliendo en las cunetas sin desenterrar o en los muros de cementerios de los que se arrancan nombres. La historia interminable.

José Manuel Mora.

Comentarios