Trafalgar, de Benito Pérez Galdós

 Batalla naval.

Y de repente, en una revisión de mis cargadas estanterías para hacer el necesario y periódico expurgo, me encuentro con una edición que no sabía que poseía. Alberga dos episodios y está encuadernada con tapas duras y está profusa y bellamente ilustrada. Debe de tratarse a buen seguro del primero de los volúmenes de la colección de los Episodios nacionales, que seguramente dejé sin concluir tan sólo al empezar. Y, aunque no creo que me vaya a poner con todos ellos, hay mucho material esperándome, quiero seguir con el pequeño homenaje  que hago en el centenario de su muerte a PÉREZ GALDÓS, BENITO. Trafalgar. Madrid: Promoción y Ediciones, 2005; Supervisor artístico, Lafuente Ferrari; introducciones, J. I. Ferreras, 240 páginas de gran formato in folio; el original fue escrito en 1873, con suficiente perspectiva histórica. Lo mejor de todo es que este primero de la serie lo debía de tener por casa de mis padres y recuerdo haberlo leído en plena mocedad. Se me quedó grabada la batalla y la pérdida de la pierna de Churruca. Con los recuperados este año, lo releo ahora con otros ojos y reencuentro la figura de Gabriel Araceli, el narrador de los cinco primeros, a quien dejé en Napoleón en Chamartín concluyendo el cuento de su vida. Ahora me lo veo como un adolescente que presenciará uno de las mayores derrotas de la alianza francoespañola frente a los británicos a las órdenes del inconmensurable Nelson.


Ha sido ésta una lectura apresurada, pues no me era desconocida. El arranque es definitorio de la perspectiva de la narración: "Gran suceso del que fui testigo" (pág. 3), contado desde la vejez. Se añade a eso los ecos de la novela picaresca al contar Araceli sus orígenes, tan cercanos a los del buscón Pablos, sólo que Galdós dota de mayor dignidad a su narrador. Su formación en los arenales de Cádiz es vista con un punto de ironía: "El muelle era una escuela ateniense para despabilarse" (pág. 3). Cuando comienza la acción en su presente, estamos en 1805 y Gabriel tiene apenas 14 años y anuncia que lo que pretende contar lo llevará hasta 1834, lleno de "amor santo a la patria" (pág. 7) en sucesivos "episodios", idea de "patria" que explicará más adelante. Entrar al servicio de una familia de ancianos en la que D. Alonso, a pesar de su provecta edad (signifique "provecta" lo que signifique), pretende incorporarse a la flota francoespañola, que se apresta e entrar en batalla, será la oportunidad para que el muchacho prsencie el terrible enfrentamiento en aquellos barcos que más parecían montañas de madera cargados de cañones. La famosa batalla de Trafalgar fue un desastre sin paliativos, harto conocido para el lector avisado, por lo que la maestría del canario ha de estar en la manera de contarlo. 



La elipsis de la muerte de Churruca, contada a posteriori por un testigo, es un instrumento de suspensión de la acción que potencia el deseo de saber cómo fue. El brutal contraste entre la idealización de la próxima batalla en la mente del chaval, que lo llena de emocionado ardor guerrero, y la terrible realidad del combate vale más que cualquier manifiesto antibelicista: explosiones, incendios, cañonazos, achiques de agua, velámenes desgarrados, la arena preparada sobre la cubierta para que empape la sangre y los marineros no resbalen... A todo ello se añaden las pérdidas humanas, los heridos, los mutilados, los gritos de dolor, la imposibilidad de que sean atendidos en medio de la noche oscura de la batalla. Gabriel tomará conciencia del valor de la vida humana y de lo que cuestan los errores de la alta política, con alianzas inadecuadas y decisiones equivocadas, como la de Villeneuve. 



Frente a los personajes históricos, descritos con mano maestra, están los que prestan a la acción el toque de humanidad, de realidad inventada, tipos jacarandosos, como doña Francisca, la mujer de D. Alonso, inasequible al desaliento en su lucha contra todas las guerras. La del marinero Marcial, compañero de fatigas, medio hombre por su físico demediado, pero con un gracejo particular en su habla, mediante el que Galdós vuelve a poner de manifiesto su portentoso oído para lo popular: pide el marino que le den la solución, por ser él postólico romano. La apuesta por los de abajo es manifiesta cuando de pasada informa Galdós de que Godoy cobraba 40.000 durazos, mientras que los almirantes y la tropa en general carecía de lo indispensable.  Y no olvido el concepto de "patria" del que habla el escritor: "Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada  de gentes, todos fraternalmente unidos" (pág.53). Creo que nuestros políticos actuales deberían leer a Galdós. Sigue de rabiosa actualidad. 

José Manuel Mora. 

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Me ha gustado mucho.
También yo soy entusiasta de los Episodios Nacionales.
Enhorabuena!