Asturias en un verano vírico. Núcleos urbanos. XI

 Gijón.

Hoy toca cambiar el chip, pasar de la naturaleza a la ciudad. Viajamos temprano hacia el oeste, con el sol a la espalda, lo que supone un plus de comodidad. Dejamos atrás Llanes y Ribadesella y nos desviamos hacia Arriondas, pueblo que, además de la sonoridad de su nombre, no tiene otro encanto que el río Sella. No nos detenemos más que para estirar las piernas y seguimos hacia Infiesto. Este pueblo tiene para mí ecos de mi estancia en los Colegios Familiares Rurales. En esta población había uno de ellos que yo vine a visitar en los setenta. Lógicamente no recordaba nada ni podía reconocer nada. Otro pueblo sin gracia alguna, al menos de pasada. 

Seguimos en dirección a Oviedo. La entrada por la autopista produce una sensación de agrandamiento desordenado de la ciudad y a la vez nos permite circunvalar en dirección a las afueras, donde se encuentran dos de las joyas del prerrománico hispano. San Miguel de Lillo (s. IX), una iglesuca esbelta, más alta que ancha, de factura humilde, de planta basilical y bóveda de cañón estrecha y oscura, que seguramente fue construida por Ramiro I como capilla palatina, aunque posteriomente se arruinó, aparece en lo alto del cerro del Naranco. Los lunes la entrada es gratuita y la persona encargada de abrirla sólo permite entrar a diez curiosos cada vez. Gran parte de su encanto se debe a la humildad de sus materiales. Quedan restos de pinturas de estilo bizantino y las jambas de la puerta tienen unos bajorrelieves curiosísimos, con escenas circenses y un domador de leones. La belleza de lo primitivo se une a la escasez de multitudes, lo que permite su contemplación tranquila en este día algo gris.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un poco más abajo está Santa María del Naranco, una construcción palacial, levantada por el mismo rey y que al derrumbarse la de arriba, acabó funcionando como iglesia aunque no tuviera ábside. Su doble planta y el estar situada en la ladera del monte, en medio de un prado extenso, le da majestuosidad. Lógicamente la planta inferior sirve de soporte y es una bóveda de cañón oscura y de techo bajo, pero al subir las escaleras laterales se accede a la sala superior, también con bóveda acañonada, pero iluminada por los arcos en los dos extremos y las balconadas correspondientes. La luz entra, limpia y verde desde el pasto y se derrama gris desde la altura, en esta maravilla del arte asturiano, con toda la decoración de la época en capiteles labrados con animales de primitivismo encantador, y columnas sogueadas que anuncian ya el románico.


  





















 

El señor que muestra el lugar exige que nadie se desprenda de la mascarilla y, aún así, la gente se esconde para quitársela un instante y no salir embozada en la foto. Son estos los pequeños detalles que nos recuerdan el extraño tiempo que estamos viviendo. En nuestra programación hoy no toca la visita a la capital del principado, así que seguimos hacia Gijón, a tan sólo 45 kms. En nada nos plantamos en el Parador, situado junto a un parque frondoso y extenso y cerquita del estadio de El Molinón. Pintado de un rojo teja, es igual de confortable, pero sin el glamur de los siglos. Las medidas son semejantes a las de Almagro. Mamparas, llave desinfectada cada vez que nos la dan, y limpieza exquisita en el interior de la habitación, con todos los precintos posibles. Nos ofrecen una copa de bienvenida en el patio, bajo un plátano centenario e inmenso. 250 años nos dicen que tiene. La calma es total y sirve para relajarse algo. Cuando por fin pasamos al comedor, tan sólo hay una mesa ocupada, lo que nos da cierta tranquilidad. Desde el ventanal disfrutamos del parque exterior con un lago por el que se deslizan cisnes distraídos. 


Aquí ha cambiado la carta. Pedimos pastel de cabracho con espuma de oricio y luego milhoja de cordero / ventresca de bonito, con un ribera. De postre, manzana asada y arroz con leche con helado de turrón. Exquisiteces que nos llevan de cabeza a una buena siesta que me reponga del madrugón y de la conducción. Cuando por fin nos volvemos a poner en marcha, nos dicen que el centro de la ciudad está a un par de kilómetros. El paseo que bordea la playa de San Lorenzo, un inmenso arenal, es perfecto para caminar tranquilamente entre gentes que no parecen tener que trabajar. No recuerdo haber visto tanta silla de ruedas. Parece una ciudad balneario para personas de edad, todas con bozales que son cada vez más variados y creativos. En la arena la juventud surfera no los lleva, claro. La marea va subiendo imperceptible y continuadamente empujando las toallas hacia atrás. 


Al acabar el arco de arena comienza la ascensión hacia un promontorio conocido como Cimavilla, un nombre muy lógico, dada su ubicación. Sabemos que en lo alto está la imponente escultura de Chillida, "Elogio del horizonte", haciendo frente al mar. A los pies de esta mole de hormigón uno se siente insignificante. La dureza del cemento combina muy bien con la movilidad del mar. Como el ingenio popular no tiene freno, nos dicen que la gente lo ve como una taza de retrete de diseño brutal. Se non è vero, è ben trovato. Nos sigue gustando igualmente. La vista es magnífica y al otro lado el sol empieza a morirse entre nubes que doran las barcas del puerto. La hora es perfecta. 









 

Descendemos por la parte contraria y nos adentramos de nuevo en la ciudad. Nos tememos que se ponga a llover de nuevo en cualquier momento. Giramos en la rotonda de D. Pelayo y entramos en una espacio porticado, la Plaza Mayor que, aunque no es completamente cerrada, como la de Salamanca, tiene su gracia. Bajo sus soportales nos sentamos a tomar una tónica mientras vemos cómo cambia la luz, que brilla rota en las losetas del suelo y la gente se protege con sus paraguas. Es la primera lluvia que presenciamos, en esta tierra donde tantas precipitaciones se dan. 

Buscamos la Corrida, curioso nombre, la calle que reúne los principales comercios. En los aledaños hay infinidad de baretos, terrazas, cafeterías, todas llenas de gente. La paradoja es que esa animación no se traslada al exterior. Las calles están vacías y con poca luz. Se ha ido haciendo de noche y no hay manera de orientarse. La amenaza constante de lluvia, a tanta distancia como estamos del Parador, nos hace tomar un taxi. Al llegar, cenamos una crema de calabaza / una ensalada exótica. De postre, un freixulu, una especie de crêpe asturiana rellena de requesón con miel, que está delicioso. En la habitación escribo la bitácora con dificultad. Mañana será otro día.

José Manuel Mora.

 


Comentarios

Unknown ha dicho que…
Mi mente ya va imaginado, esos lugares recooridos
Luz ha dicho que…
Es una delicia leerte. Yo también estuve en un Colegio Familiar Rural un curso, en Medina de Rioseco y Mayorga de Campos. La comida en Asturias es siempre maravillosa y la arquitectura y las gentes. Un abrazo.