Gijón.
Hoy toca cambiar el chip, pasar de la naturaleza a la ciudad. Viajamos temprano hacia el oeste, con el sol a la espalda, lo que supone un plus de comodidad. Dejamos atrás Llanes y Ribadesella y nos desviamos hacia Arriondas, pueblo que, además de la sonoridad de su nombre, no tiene otro encanto que el río Sella. No nos detenemos más que para estirar las piernas y seguimos hacia Infiesto. Este pueblo tiene para mí ecos de mi estancia en los Colegios Familiares Rurales. En esta población había uno de ellos que yo vine a visitar en los setenta. Lógicamente no recordaba nada ni podía reconocer nada. Otro pueblo sin gracia alguna, al menos de pasada.
Un poco más abajo está Santa María del Naranco, una construcción palacial, levantada por el mismo rey y que al derrumbarse la de arriba, acabó funcionando como iglesia aunque no tuviera ábside. Su doble planta y el estar situada en la ladera del monte, en medio de un prado extenso, le da majestuosidad. Lógicamente la planta inferior sirve de soporte y es una bóveda de cañón oscura y de techo bajo, pero al subir las escaleras laterales se accede a la sala superior, también con bóveda acañonada, pero iluminada por los arcos en los dos extremos y las balconadas correspondientes. La luz entra, limpia y verde desde el pasto y se derrama gris desde la altura, en esta maravilla del arte asturiano, con toda la decoración de la época en capiteles labrados con animales de primitivismo encantador, y columnas sogueadas que anuncian ya el románico.
El señor que muestra el lugar exige que nadie se desprenda de la mascarilla y, aún así, la gente se esconde para quitársela un instante y no salir embozada en la foto. Son estos los pequeños detalles que nos recuerdan el extraño tiempo que estamos viviendo. En nuestra programación hoy no toca la visita a la capital del principado, así que seguimos hacia Gijón, a tan sólo 45 kms. En nada nos plantamos en el Parador, situado junto a un parque frondoso y extenso y cerquita del estadio de El Molinón. Pintado de un rojo teja, es igual de confortable, pero sin el glamur de los siglos. Las medidas son semejantes a las de Almagro. Mamparas, llave desinfectada cada vez que nos la dan, y limpieza exquisita en el interior de la habitación, con todos los precintos posibles. Nos ofrecen una copa de bienvenida en el patio, bajo un plátano centenario e inmenso. 250 años nos dicen que tiene. La calma es total y sirve para relajarse algo. Cuando por fin pasamos al comedor, tan sólo hay una mesa ocupada, lo que nos da cierta tranquilidad. Desde el ventanal disfrutamos del parque exterior con un lago por el que se deslizan cisnes distraídos.
Descendemos por la parte contraria y nos adentramos de nuevo en la ciudad. Nos tememos que se ponga a llover de nuevo en cualquier momento. Giramos en la rotonda de D. Pelayo y entramos en una espacio porticado, la Plaza Mayor que, aunque no es completamente cerrada, como la de Salamanca, tiene su gracia. Bajo sus soportales nos sentamos a tomar una tónica mientras vemos cómo cambia la luz, que brilla rota en las losetas del suelo y la gente se protege con sus paraguas. Es la primera lluvia que presenciamos, en esta tierra donde tantas precipitaciones se dan.
Buscamos la Corrida, curioso nombre, la calle que reúne los principales comercios. En los aledaños hay infinidad de baretos, terrazas, cafeterías, todas llenas de gente. La paradoja es que esa animación no se traslada al exterior. Las calles están vacías y con poca luz. Se ha ido haciendo de noche y no hay manera de orientarse. La amenaza constante de lluvia, a tanta distancia como estamos del Parador, nos hace tomar un taxi. Al llegar, cenamos una crema de calabaza / una ensalada exótica. De postre, un freixulu, una especie de crêpe asturiana rellena de requesón con miel, que está delicioso. En la habitación escribo la bitácora con dificultad. Mañana será otro día.
José Manuel Mora.
Comentarios