Mank, de David Fincher

 De la importancia del guión

Para descansar algo de las absorbentes e inacabables series, decidimos ver una peli a media tarde, despejados. Es de larga duración, 132 mi., y en blanco y negro, y ello requiere tener la vista descansada para poder leer los subtítulos, bastante claros, todo hay que decirlo. Se impone la versión original dados los actores de los que luego hablaré. Se trata de Mank, un título con poco atractivo, salvo para cinéfilos de pro, que puedan asociarlo al resto del apellido de su protagonista. Dirigida por  David Fincher, acaba de ser colgada en Netflix el mes pasado. Ya adelanto que, aunque no sea más que por verla, valdría la pena suscribirse a la plataforma. Y nada más comenzar, los créditos lo trasladan a uno al cine de otro tiempo, al Hollywood de la época dorada, la de los años 40, aunque la acción transcurra en los años 30, a finales del cine mudo y principios del sonoro.

Del director, David Fincher, había visto la efectista Seven (1995), la sorprendente El curioso caso de Benjamin Button (2008) y la  La red social  (2010). No conocía sin embargo las dos series de éxito House of Cards ni tampoco Mindhunter. Con estos antecedentes no me esperaba la opción elegida. El guión había sido escrito por su padre, Jack Fincher en 2003 y supone un homenaje al trabajo de los que escriben los scripts (palabra que el inglés ha tomado de la latina scriptura); “¿Quién es?”, pregunta Louis B. Mayer, el de Metro-Goldwyn-Mayer, la productora del famoso "león de la Metro". “Solo es un guionista”, contesta Irving Thalberg refiriéndose al protagonista; y aquí toca además citar al fotógrafo, porque gran parte del clímax de la cinta se debe a un tal Erik Messerschmidt, habitual colaborador del director, junto con un diseño de producción que logra que parezca que se haya rodado en los estudios de entonces y con una dirección artística espectacular, tanto en el chamizo del desierto, como en el palacete de Hearst: vestuario, mobiliario, luces... Por no hablar de la música de Trent Reznor y Atticus Ross. Es curioso que, cuando uno empezó a aficionarse al cine, se fijaba en los actores, que eran quienes te llevaban a la sala. Luego, tras asistir a un montón de sesiones de cine club en Salamanca, eran los directores quienes considerábamos los dueños y señores de la cinta. Más tarde, uno aprende a valorar la escritura de todo lo que escucha y ve en la pantalla. De ahí la lucha sorda por la autoría que en ésta se refleja. Welles llegó a ofrecer al guionista un dineral con ánimo de que apareciera su nombre en exclusiva. Mankiewicz se negó, claro.

 

Orson Welles, considerado a sus 25 años el niño prodigio de la industria de aquella época, está preparando el rodaje de una cinta que vendría a revolucionar el cine, tal y como se había concebido hasta ese momento, Citizen Kane (1941). Para ello cuenta con Herman J. Mankiewicz (Nueva York, 1897 - Hollywood, 1953, en la imagen superior), uno de los guionistas más prestigiosos del momento y hermano mayor de Joseph L. Mankiewicz, director que siempre me gustó; su Eva al desnudo (1950) retrata otro tipo de combates tras las cámaras. Aquí Mank, que es como le gusta que lo llamen, muestra su lengua afiladísima, capaz de reírse en la cara de los grandes magnates, más cuando está bebido, lo que suele suceder con frecuencia. Tras un accidente de coche, se ve postrado e inmovilizado, además de presionado por un plazo de sólo dos meses pra escribir el guión, que acabaría teniendo 327 páginas y del que Welles quiso finalmente apropiarse y por el que acabaron recibiendo ex aequo un Oscar. Se trataba de presentar la vida de William Randolph Hearst, magnate de la prensa, a quien Mank conocía personalmente y que fue evolucionando en el texto del escritor hasta presentarlo como un manipulador de opiniones a través del amarillismo de sus cabeceras, y un buscador del poder a toda costa mediante la utilización de quienes estaban a su servicio y a sus órdenes, cineastas y políticos. La imagen que quedó de él en el filme hizo que prohibiera que en sus periódicos se hiciera mención del título. 


Por detrás de toda esta batalla de egos, de intentos de autoría, hay en la cinta una plasmación de los mecanismos del poder, de la manipulación de la realidad, lo que ahora se conoce como fake news, y que antaño llamábamos simplemente mentiras, por ejemplo las filmaciones falsas para adornar las campañas políticas, mostrando por ejemplo a los migrantes bajando de los trenes dispuestos a "invadir" el país de acogida, o entrevistando a falsas "pobres" mujeres, que temen perder la casa a manos del candidato socialista. Está todo inventado. La historia se cuenta en dos tiempos, el presente del escribidor y el pasado que nos hace conocer su relación con el magnate y su amante, Marion Davies , actriz con pretensiones y sin talento interpretativo (maravillosa la escena en "noche americana", con esa mujer mucho más avispada de lo que parece). Los encabezamientos nos sitúan; "Exterior, noche, 1934", v. gr. En ese momento el tono es casi de comedia y uno se hace idea de aquel ambiente en el que la gente se jugaba grandes sumas de dinero, bebía y escribía películas, no necesariamente en este orden, en presencia de secretarias con los pechos al aire. Como paradoja Louis B. Mayer pedía a sus trabajadores que se rebajaran el sueldo a la mitad, mientras él seguía engordando sus arcas, orgulloso de su convincente "actuación". El tono va pasando cada vez más al noir, más político, más crítico. El escritor se va jugando el ser despedido y perder todo lo que tiene, arrastrando con él a su familia, a su sufrida y fiel esposa. Tremendo dilema. Todo va siendo cada vez más triste, con un ritmo pausado y nada efectista. 

Gary Oldman nos tiene acostumbrados a interpretaciones admirables. Del Drácula, de B. Stoker (1992), al espía de la novela de J. Lecarré, en El Topo, o al Churchill de  El instante más oscuro   (2017),  este actor camaleónico es capaz de olvidarse de quien es para encarnar al personaje. Y aquí desaparece, contenido o desbocado, agresivo o tierno, ácido y divertido, como si Mank fuera su segunda piel. Viene secundado brevemente por Tom Burke en el papel de Welles, muy creíble, a pesar de conocer la imagen del auténtico tantas veces vista. A pesar de su larga carrera me era desconocido, lo que me sucede con Amanda Seyfried, que está estupenda en el papel de consabida rubia de la época. Ya he señalado la maravillosa escena nocturna en el jardín, donde oye hablar por primera vez de un tal Cervantes y ella es nombrada como Dulcinea, sin entender nada, pero sabiendo el terreno que pisa.


Charles Dance compone un Hearst distante, frío, controlador, lejos de la calidez de su personaje en The Crown o del viejo Lannister en Juego de Tronos. El resto del elenco arropa a los personajes centrales con precisión y acierto: la taquígrafa, la cuidadora alemana, la esposa... Me sigo quedando con esa fotografía que me ha transportado a las pelis de la época, con esa pátina de autenticidad, de contraluces brutales y delicadísimos, de oscuridades necesarias... Toda una lección de cine, de política, de escritura.

José Manuel Mora.


 

 


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