Nomadland, de Chloé Zhao

 On The Road

No he leído a Kerouac, pero al salir de un cine enorme con tan sólo diez espectadores y pensar en cómo titular la reseña, ha sido el título de su libro más famoso el que me ha venido a la cabeza. El León de Oro veneciano de 2020 era una buena credencial, así como el Premio del Público en Toronto. Es además candidata a seis estatuillas en la próxima ceremonia de los Oscar. Con todo, no ha sido eso lo que me ha llevado a verla, sino saber que la protagonista absoluta era la MacDormand. Se trata de Nomadland, escrita y dirigida por Chloé Zhao a partir de un libro de no ficción País Nómada: Supervivientes del siglo XXI (editado en España por Capitán Swing), escrito por Jessica Bruder en forma de crónica periodística. No sé si el hecho de que las tres sean féminas influye en el esplendoroso resultado. Aunque como indica el nombre de la directora su origen es chino, pasó su adolescencia en Brighton y estudió Políticas ya en Massachussets y cine en Nueva York. 


Valgan estos antecedentes para señalar que no es una cinta de carácter estrictamente político, aunque lo sea a su modo al retratar a quienes prefieren vivir lejos del american way of life, sino un filme de carácter intimista y doliente, en medio de la vastedad de los paisajes estadounidenes, esos que no suelen aparecer en las películas jolivudenses. Desoladas carreteras secundarias que atraviesan páramos infinitos, desiertos interminables en los que asentar una humilde caravana que contiene lo mínimo indispensable para ir tirando, lo que le da un aire de road movie. Podría ser más bien un western de carácter existencial, sin pistoleros. De hecho se dice de la protagonista, Fern, que es como los pioneros que fueron colonizando el territorio y asentándose cada vez más al oeste. Además, y creo que en un claro homenaje, la peli se cierra con una panorámica semejante a la de Centauros del desierto, una interminable lejanía en la que se adentra de nuevo ese trasto imposible y desvencijado que es su hogar sobre ruedas. Se ambienta en 2012, tras la conmoción social que supuso la gran recesión de 2008 que tantas vidas truncó, que tantos trabajos hizo desaparecer, como la fábrica donde se empleaba una mujer que se ha quedado ahora viuda, que trabaja de forma esporádica en lo que le va saliendo (impresionante ver las tripas del gigante de las ventas online, o algo más familiar para mí, la recogida de la remolacha en tierras heladas) y que no es una homeless, sino alguien que no quiere tener casa y que prefiere la furgoneta por la libertad que le proporciona aun a costa de la hostilidad del entorno. Se graduó, ha sido profesora, ha trabajado en recursos humanos, pero sabe que con la pensión a la que tendría derecho no podría sobrevivir. Y necesita el aire amplio de roquedales inmensos, o el mar batiendo contra los acantilados. Hay en su actitud una rebeldía inasequible al desaliento a pesar de la precariedad en la que vive. Un orgullo también en ese luchar contra los embites de una crisis inacabable.

Pero la soledad, aunque buscada, es dura de llevar. Y así surgen solidaridades entre gente que comparte una misma filosofía de vida, un quererse apartados de la tiranía del dólar. Hay grupos y territorios de encuentro, donde sentirse acompañado, donde habrá comunicación, intercambio de experiencias, trueque, lejos de la sociedad de consumo, en contacto con la naturaleza y con los demás, en un espíritu colectivista que puedo entender porque lo viví durante ocho años. Muchos de los personajes con los que se encuentra son actores no profesionales (Swankie, Bob Wells y Linda May, nómadas de verdad, viajeros llenos de dignidad), lo que da mayor verosimilitud a sus parlamentos y sus vidas, conformando una mezcla de documental y ficción. Varones y mujeres, jóvenes y viejos, cada uno con su historia a cuestas. La directora juega con acierto a alternar los planos cortos de individuos y en los interiores, con las amplias panorámicas vacías, en las que siempre parece que el sol sale o se pone, con una fotografía espléndida (Joshua James Richards). Las incomodidades y las estrecheces, el frío inclemente son compensados por la posibilidad de fumar un cigarrillo con una taza de café frente al horizonte. Todo es austero en la puesta en escena, pero certero y expresivo, minimalista, iba a decir. La música de Ludovico Einaudi es inspiradísima, piano y celo casi exclusivamente, pero que suenan en los momentos exactos, sin subrayados innecesarios. El ritmo elegido por la cineasta es pausado, todo fluye con naturalidad, con la misma con la que las furgonetas se detienen o vuelven a partir. Los diálogos son sencillos, sin chispa de trascendencia pero cargados de sentido para quienes intercambian ideas y sentimientos. Hay un lirismo contenido, lejos en todo momento del melodrama.
 
Toda la película descansa en una actriz a la que sigo desde hace treinta años y que desde Fargo (1996) demostró que era capaz de hacerse cargo de cualquier tipo de personaje, lejos del glamur de muchos de sus colegas. La última vez que me volvió a encandilar fue en la magnífica
serie  Olive Kitteridge  (2015). Aquí da un recital de contención, de expresividad a partir de silencios y miradas llenas de agua mansa que ponen de manifiesto un corazón roto, dura y frágil a la vez. Y lo hace con la cara lavada, con una valentía interpretativa que conmueve. Frente a ella David Strathairn, a quien había visto en Buenas noches y buena suerte, pero que no recordaba o más cerca en el tiempo, en El nuevo exótico Hotel Marigold (2015). A pesar de ser un papel secundario, está cargado de humanidad.
 

Como decía Kavafis, lo importante no es Ítaca, sino la plenitud del viaje, lo que en él se descubre de los demás y de uno mismo. El tono elegíaco del conjunto, la honda melancolía que transmite, acaban contagiándonos en esta bella y rara película.

José Manuel Mora. 




 

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