El rey recibe, de Eduardo Mendoza.

 Fiasco.

La fidelidad ciega a un escritor a veces nos puede deparar un chasco. Y me sabe mal en este caso ya que el autor, casi un coetáneo mío (Barcelona, 1943), me es enormemente simpático y hace tiempo que lo sigo, como se puede comprobar con los dos enlaces que dejo a continuación y que están en este mismo blog: http://mbadalicante.blogspot.com/2011/05/preludio-de-la-tragedia.html, que corresponde a la más antigua de las dos entradas y esta otra,también de hace ya seis años. https://mbadalicante.blogspot.com/2012/07/pomponio-flato-de-e-mendoza.html. MENDOZA, EDUARDO. El rey recibe. Barcelona: Seix Barral, 2018, 366 págs. Al parecer se trata del primer volumen de lo que será una trilogía, según confiesa su autor, Las tres leyes del movimiento. Y está ambientada en lo que fue mi primera juventud (años sesenta y hasta 1973), lo que me hacía la novela más apetecible todavía.


La cubierta me llamó la atención, aunque el referente no tenía relación con nada que recordara. La contracultura del cómic underground de Robert Crumb, con el gato  Fritz, no era mi fuerte en esos años, empeñado en conocer la literatura española a través de sus escritos y no de los libros de texto que se recomendaban en la Facultad de Salamanca. Podría haber sido, y seguramente entonces lo era, un estudiante preocupado en no defraudar los esfuerzos de sus padres y que se conformaba en asistir a asambleas de facultad y salir a correr delante de los grises, por toda forma de protesta. Como Rufo Batalla, el protagonista, nunca milité y como él llevaba una existencia bastante gris. No sé si el estudiante de derecho que fue Mendoza vivió esos años de una manera desapercibida (hijo de fiscal como era), pero como Rufo, acabó por marchar primero a Londres y luego a Nueva York en 1973 para ser traductor en la ONU. Yo me fui más cerca, a Burdeos, como lector de español. Estoy seguro que a los tres, a Rufo, a Mendoza y a mí mismo, esta salida al extranjero, lejos del axfisiante ambiente de la dictadura, que daba sus últimos coletazos, nos abrieron la mente ante viviencias que en España no habríamos tenido. Por todo ello mis espectativas ante la obra eran altas.


Y a tenor de las críticas leídas en diversos medios, parece que soy el único que disiente. Contada en primera persona, el propio Rufo se define como "un tipo cuerdo, centrado y monótono" (pág. 183), que se asemeja a sus congéneres: "Como tantos jóvenes de mi generación, en mis años de estudiante [...] activo opositor al régimen dictatorial" (pág. 14). Y que como ellos tuvo que vivir la ceremonia de paso que era la mili entonces (de la que yo me libré, por cierto), que viene breve y perfectamente descrita: "Dos años de servicio militar, una parodia de virilidad hecha de brutalidad y jactancia" (pág. 17), que me ha recordado al genial cuento de Marsé, Teniente Bravo. El personaje, de carácter abúlico, al que le cuesta tomar decisiones drásticas, un bon xic a pesar de todo, es enviado a Formentor, como periodista de relleno a cubrir la boda de un príncipe báltico en el exilio. Y lo que tiene todas las trazas de ser el inicio de una trama político/policiaca venida a menos, como le gustan al escritor catalán, de repente se desvanece y habrá que esperar doscientas páginas para que vuelva a aparecer en el Waldorf Astoria neoyorquino, lo que servirá para una disgresión sobre la historia de Livonia que no creo que lleve a ningún sitio y que parece que ha gustado a otros lectores.


Para que una historia me agarre, debe tener sustancia. Algunos hablan del talante barojiano del personaje, pero el hecho de que sea incapaz de tomar decisiones y asumir las consecuencias, que sea tan amigo de encerrarse en su cuarto barcelonés o neoyorquino, da igual, a esperar a que algo suceda, que sea incapaz de comprometerse de verdad con nadie, ni con sus novias, ni con sus compañeros de viaje políticos, ni con su familia, me lo hace parecer digno del famoso título de cuando entonces: "La insoportable levedad del ser". No recuerdo si lo cita, pero Rufo viaja "al Este" antes de que se produzca el levantamiento en la Checoslovaquia de Kundera en el 68. Luego, ya en Barcelona, lo vive todo con distancia: "seguir las noticias con un interés genuino pero distante" (pág. 85). Ese último adjetivo es el definitorio de la actitud del personaje y tal vez por eso me ha provocado esa misma reacción, la distancia. Me importaba poco lo que le sucediera a Rufus en Nueva York, donde conoce los inicios del movimiento hippie y el despertar del movimiento gay tras los sucesos en Stonewall.


Vive a fondo su vida de funcionario de tercer nivel ("su rendimento era nulo, su trabajo, improductivo, y el disimulo no cumplía ningún objetivo, porque nadie los vigilaba", pág. 179), discute sobre el Watergate, despotrica de la Gran Manzana, de su suciedad y sus peligros, aunque acaba encontrándole gusto a su ambiente cultural, pasa frío en sus calles y difruta de la casa de una amiga suya en la zona lujosa de los Hamptons y, cuando decide cambiar de aires para marcharse a Japón, se le acaba frustrando el viaje. No destripo nada. No tiene mayor trascendencia en la narración. Por supuesto que el libro está escrito con el pulido estilo de Mendoza, sin demasiada floritura, con alguna nota de su humor de antaño ("trabajaba para una misteriosa organización apodada Sa Nostra"; pág. 31), o lo relativo a la religión de los estadounidenses ("Si la religión era el opio de los pueblos, aquella variante era la cocaína", pág. 271) pero los personajes, no sólo el protagonista, no creo que dejen huella en mí; lo peor que le puede pasar a una novela, pienso yo. Al ser una historia "de época", de mi época, para ser exactos, esperaba que me atrapara, que pudiera sentirme identificado con muchas de las vivencias que se contaran. No ha sido así. Y lo siento. Lo peor es que se trata del primero de tres y, si sigue en esta línea, no creo que acabe leyéndolos. Siento no ser posmoderno. Definitivamente soy un antiguo.

José Manuel Mora.  

Comentarios