Mejor la ausencia, de Edurne Portela

 Desolación.

Cuando estudiaba Literatura, no pasaba de una docena el número de féminas en el programa que había que conocer: Mª de Zayas, sor Juana Inés, Rosalía, la Pardo, C. Laforet, C. Martín Gaite, A. Mª Matute, M. Rodoreda, C. Riera, y más próxima, A. Grandes, por citar sólo a las que he leído y que me vienen al magín a bote pronto. De los cincuenta últimos reseñados aquí, hay tan sólo ocho mujeres. Debería ir abriendo el objetivo, porque es verdad que cada vez hay más señoras que publican y cada vez más con mayor éxito y calidad. Ha sido un placer volver a tener entre manos un libro cuidadosamente editado, con tapas duras, páginas de respeto negras, tipografía cómoda. Así es el de PORTELA, EDURNE. Mejor la ausencia. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2018 en su sexta edición (la primera de 2017), 234 págs. La foto de la cubierta es cuando menos inquietante.

A la escritora sólo la conozco de los artículos que publica en un diario de tirada nacional. Nacida en Santurce, Vizcaya, en 1974, se liecenció en Historia por Navarra y ha desarrollado su carrera docente en los U.S.A. como profesora de Literaturas Hispánicas. Sus trabajos científicos se han centrado en mujeres, D. Chacón, L. Falcón, y sus ensayos han versado sobre las escritoras argentinas y sus traumas y sobre la memoria de la violencia, el testimonio y la ficción. También ha publicado artículos sobre el conflicto vascoy la necesidad de afrontar las secuelas que éste dejó y que aún persisten en la sociedad vasca. Desde 2016 reside en Madrid dedicada por entero a la escritura y acaba de publicarse su último libro Formas de estar lejos, 2019. No parece el apellido demasiado euskaldún, aunque su nombre sí que lo sea. 


Señalo lo anterior porque la familia que se presenta en la novela es maketa, tiene sus orígenes en Extremadura ("la abuela salió escopetada de allá después de que mataran a su padre en la guerra", pág. 146), pero tanto la narradora, Amaia. como sus hermanos son todos ya del País Vasco. Y lo primero que llama la atención al iniciar la lectura es el punto de vista, el de una niña de cinco años en 1979, curiosa coincidencia con la autora. Resulta difícil, pienso, rememorar una infancia adoptando esa perspectiva y que aparezca creíble el tono de la que cuenta. A través de unos ojos que descubren el mundo vamos conociendo a los integrantes de su familia y nuestro conocimiento es parcial, como el de la niña, que muchas veces recibe información sin entenderla: "Que aita también es gudari. Y que el tío Josu y sus amigos también. Y que defiende Euskal Herría de los putos españoles" (pág. 34), le dice su hermano Kepa. Ojos que se abren como platos cuando ve cómo "aita la coge de los pelos [a la madre] y la tira contra la pared" (pág. 58). Al hermano mayor, Aníbal, pronto lo tendremos atrapado por las drogas. Kepa habla por lo que escucha a los de su cuadrilla y a algún profesor de su instituto: "[el profe] siempre hablando de Euskal Herría y lo bonito que es el euskera" (pág. 59). Y Aitor encerrado entre libros y que marchará en cuanto le sea posile. Amadeo, el padre, a pesar de sus escapadas al otro lado de la muga a ver a su hermano, pronto se encontrará con un cartel en la puerta de su casa: "Txibato". Y Elvira, la madre, ama de casa que no sabe cómo controlar el desbarajuste en que se va sumiendo su familia y que se ayudará del alcohol para sobrellevarlo. Al legara los años ochenta la actividad etarra se complicará con la aparición de los G.A.L. y todo el movimiento de acción y reacción que se vivía.


Con todo, el transfondo socio-político no es más que el decorado en el que la familia se va desintegrando al tiempo que la ya adolescente empieza a vivir todas las contradicciones propias de la adolescencia; no es en absoluto el personaje heroico que protagoniza la narración. La figura del padre, desaparecido sin explicación se cierne sobre la casa. Y es ese no saber, o saber a medias, el sufrir las consecuencias de lo que se dice con medias palabras lo que provoca pesadillas en la muchacha. "A nada que hablemos del pasado van a salir todos los fantasmas" (pág. 150). La consecuencia lógica es un silencio ominoso ("Aquí cada uno va a su pedo", pág. 168), es la incomunicación entre los miembros de esa familia la que los lleva a un sufrimiento soterrado, más doloroso porque no se comunica, "me duele llorar. Está bien que duela" (pág. 160). Hay mucho de lo ya hemos visto en Los peces de la amargura (https://mbadalicante.blogspot.com/2016/12/los-peces-de-la-amrgura-de-fernando.html) y más aún en Patria (https://mbadalicante.blogspot.com/2016/10/patria-de-fernando-aramburu.html), de F. Aramburu. Y, aunque esos dos títulos sean para mí palabras mayores de la literatura última, no cabe duda de que Portela mantiene muy bien su apuesta por ese punto de vista único ("¿Acaso me va a yudar [el hermano] con esta puta mierda de vida que tengo?", pág. 167) y que sólo se quiebra al final, cuando la protagonista necesite escribir, novelar, para vaciarse de todo el padecimiento sufrido, para curarse. Y entonces, con un narrador omnisciente, iremos atando cabos y completando las piezas del puzle que nos faltaban. "En esta casa cada uno sobrevivimos como podemos" (pág. 172), por lo que no será extraño que cada uno salga en una dirección, de donde el título, la ausencia cómo único refugio. No hay consuelo posible a pesar de que, como dice Amaia, "estoy harta de darme pena" (pág. 173). Los personajes se mueven entre el intento de supervivencia y el dolor, muchas veces autoinfligido, que los llevará a la autodestrucción. No los ve la autora con demasiada complacencia. Así que la única salvación posible acaba siendo la escritura cuando, ya adulta, vuelva para enfrentarse con su pasado. Esta mujer sabe de lo que habla cuando habla de la memoria de la violencia, no sé si con mucho de autobiográfico. Habrá que seguirle la pista. Yo ya lo hago en sus artículos semanales.

José Manuel Mora. 

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