La batalla de los Arapiles, de B. Pérez Galdós

 La Alianza, contra el francés.

Se unen al iniciar esta entrada dos sensaciones completamente diferentes: por un lado, y en el intento de seguir homenajeando a D. Benito en su centenario, he ido a parar a un libro cuya formato, color y lo amarillento, casi ocre, de sus páginas interiores oscurecidas por el tiempo, me han traído junto a mí a mi padre redivivo; parece que lo estoy escuchando animándome a la lectura de aquel autor que tanto le gustaba. Por otro, la situación impensada hace bien poco de estar recluido en casa obligatoriamente, me pone en el disparadero de hablar de este "cisne negro" que nadie esperaba y que ha venido a trastocar nuestras vidas por completo a causa de la extensión fulgurante del ya tristemente famoso covid 19. Por una vez la amenaza no viene de los países pobres del sur, sino que somos nosotros, los ricos viajeros, quienes la estamos extendiendo sin control por todo el mundo. La globalización, que le dicen. Pero volvamos a la referencia que nos ocupa: PÉREZ GALDÓS, BENITO. Episodios nacionales. Primera serie. La batalla de los Arapiles. Madrid: Librería y casa editorial Hernando, 1966, con formato en cuarto, de 11.000 ejemplares, con 397 págs. Se trata de una edición del MEC para acercar los clásicos a los maestros de primaria, que mi padre conservó con cariño y que sesenta años después yo he disfrutado, a pesar de no cumplir con las normas de la ortografía actual.


En esta lectura tan ácrata y desorganizada que estoy realizando de los Episodios, según lo que voy encontrando a mano y sin ninguna sitematización, vuelvo atrás de nuevo, a una batalla que fue decisiva entre los aliados luso-británicos que apoyaban a los realistas hispanos, y el todavía todopoderoso ejército napoléonico, que tuvo lugar en los Arapiles, cerca de Salamanca en 1812, poco después de la presencia de Napoleón en Chamartín y saltándome Zaragoza, Gerona y Cádiz, que quedarán para mejor ocasión. Al parecer D. Benito era capaz de escribir cinco episodios en un año (1874), aunque el que tengo entre manos es ya de 1875. No cabe duda de que, además de un trabajador infatigable, era un escritor que seguramente tenía el plan de la obra completo en su cabeza ab initio. Ello es que la cercanía de los hechos leídos con anterioridad me ha permitido hacerme la idea del devenir de las aventuras de Araceli y su adorada Inés, pero ahora con información complementaria sobre los orígenes familiares de la muchacha. Santorcaz resulta ser su padre y, como buen masón, trata de pasar a Francia porque ve la partida perdida y con él quiere llevarse a su hija. En su huida se encuentra con Gabriel en Roma la Chica, la Salamanca de mi juventud, lo que ha intensificado el gusto por las descripciones de los lugares que se nombran en el relato. El Tormes, la Rúa, las catedrales: "Y detrás del nuevo edificio, la catedral vieja, acurrucada junto a él, como buscando abrigo" (pág. 189-90), tantas referencias que encierran evocaciones de momentos vividos en esa época en que uno se cree inmortal. En este volumen terminan las andanzas del protagonista gaditano, lo que permite cerrar la serie.


Surge en los momentos preparatorios de la gran batalla una nueva figura femenina, Miss Fly, una muchacha británica que viene con toda su carga romántica a cuestas en busca de paisajes y personajes del romacero, con una libertad de la que las españolas no gozaban: "Esta es la vida para mí: libertad, independencia, iniciativa, arrojo" (pág. 110); o bien, "Mi honor no depende de vuestros penasmientos" (pág. 76). Presa de sus esquemas literarios previos le espeta al joven Araceli: "No sois español, no tenéis en las venas ese fuego sublime" (pág. 183). Ante este arrebato el joven responde con ironía, usando el mismo tono afectado y libresco de ella, pero "algo se reía dentro de mí" (pág. 184), aunque de forma contradictoria "Miss Fly me fascinaba [...] Me reía de ella y la admiraba" (pág. 196). Hay también ecos quijotescos: "vetustas paredes de la histórica casa, hogaño palacio y hoy venta [...] una alta doncella de acabada hermosura que venga a suplicarne tome el trabajo de desencantarla" (pág. 24). No son las únicas sátiras de carácter literario: "Veo que leéis libros de caballerías", a lo que ella responde con una encendida exaltación de los mismos. También hay comicidad en el charro salmantino que enhebra refranes como un Sancho redivivo: "En manos está el pandero que lo saben bien tañer" (pág. 115) entre otros muchos. Y no sé si contagiado por todo ello, Araceli recuerda el carácter oral de su relato: "Si tienen mis amigos paciencia para seguir oyendo" (pág. 133), de la misma manera que cada capítulo tiene la extensión habitual de la publicación por entregas.


La batalla me ha traído a la mente la que leí en Guerra y paz de Tolstói, aunque ésta es tan grandiosa que no tiene parangón. Sin embargo es cierto que la manera de presentarla Galdós tiene tintes casi cinematográficos: "Trabóse un vivo combate cuerpo a cuerpo" (pág. 301) y no ahorra en las crueldades propias de la guerra, en la que el ser humano acaba transformándose en una bestia: "El animal se acercaba y su feroz bramido infundía zozobra" (pág. 303). Más adelante vemos, como en pantalla panorámica, "una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre" (pág. 304) y "los dos ejércitos se clavaban mutuamente las uñas desgarrándose. Arroyos de sangre surcaban el suelo" (pág. 323). La conclusión no puede ser más galdosiana: "La batalla paró en lo que paran todas, en que se acabó cuando se cansaron de matarse" (pág. 358). La épica de unas páginas previas se trasforma en simple sinsentido. 
Dejo aquí a D. Benito por el momento porque voy a pasar a unos nuevos Episodios, los de Almudena Grandes. Espero que la reclusión a la que nos vemos compelidos para intentar detener la expansión del virus me ayude a no etrnizarme con su medio millar de páginas.  Daré cuenta de ello. Aprovechad estos días de encierro para hacer todo aquello que teníais pendiente después de tanto tiempo. Mucho ánimo. Depende de todos que esto concluya cuanto antes. 

José Manuel Mora. 

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