La corte de Carlos IV, de Benito Pérez Galdós

 Intrigas palaciegas, y no sólo.

Y, como ya dije que venían en un solo volumen, al acabar Trafalgar, he seguido con el que el autor escribió a continuación. Continúo pues con el que me parece cada vez más necesario homenaje lector al escritor canario. Ha compuesto dos de los episodios de esta primera serie en un año, 1873, lo que lo caracteriza como un trabajador infatigable. PÉREZ GALDÓS, BENITO. La corte de Carlos IV. Madrid: Promoción y Ediciones, 2005; Supervisor artístico, Lafuente Ferrari; introducciones, J. I. Ferreras, 230 páginas. Las ilustraciones son magníficas y complementan perfectamente lo que en el texto se cuenta.


Si el episodio anterior se ubicaba en el Cádiz natal de Gabriel, el protagonista, frente al mar que le dará la oportunidad de su vida, al participar en la famosa batalla naval siendo todavía un adolescente, y que le hará descubrir su sentimiento de patriotismo, ahora Galdós lo traslada al corazón de la Península, a Madrid, capital del reino en esa época. Estamos en 1807 y el muchacho está a punto de cumplir los 17. Entra al servicio de una cómica de renombre, la González, con ese artículo que en la actualidad sólo se le da a las grandes actrices, y en un momento en que el enfrentamiento entre los teatros del Príncipe y el de la Cruz se solventaba con auténticas batallas campales. Participa en el pateo contra El sí de las niñas, de Moratín sin estar muy convencido. Pronto se hace consciente de que "lo que conviene es tener desvergüenza para meterse en todas partes, buscar la amistad de personas poderosas" (pág. 126) para así conseguir medrar, aunque no pretende idealizar su figura: "No quiero ser héroe de novela" (pág. 167), sino que se pretende sincero en su narración. En esta corte rococó, los hay defensores de los Reyes y del status quo que representan, temerosos de las ideas revolucionarias francesas, y los partidarios del heredero, Fernado, que prepara la conjura de El Escorial contra sus padres. Ambos bandos, por razones diversas, dicen contar con el apoyo de Napoleón, quien ha firmado el tratado de Fontainebleau con el todopoderoso Godoy que le permite atravesar el país para ir en teoría a anexionarse Portugal, con las consecuencias que se verán en los episodios subsiguientes. Un Príncipe de la Paz, llamado el choricero, que es presentado por don Benito sin ningún miramiento: "Godoy no debe nada de lo que tiene a su propio mérito; débelo a quien se lo ha querido dar [ a la Reina, su amante]" (pág. 192). Tampoco el retrato del futuro Fernando VII es más compasivo, lo mismo que el de su padre el Rey, "con un aspecto de "un buen almacenista de ultramarinos" (pág. 172).


Pero todo esto es "alta política", que Gabriel prsenciará al haber ido con su nueva señora, Amaranta, al Real Sitio, donde "esa gente de arriba es muy ambiciosa, y hablando mucho del bien del reino, lo que quieren es mandar" (pág. 162); no parece que hayan pasado 150 años. Sin embargo, lo que más me ha divertido ha sido al ambiente de minueto que Galdós imprime al mundo de las bambalinas, donde se dirimen rivalidades artísticas, amores desaforados y otros despechados, venganzas terribles en torno a la representación de una versión de Otelo, acorde con lo que los personajes están viviendo. La visión de ese mundo a través de los ojos de Araceli / Galdós, vuelve a ser precisa: "Había mucha hipocresía entonces; porque las cosas no se hicieran en público no dejaban de hacerse" (pág. 134). Andan por en medio, además de la figura de don Leandro, la de Goya, que pinta el telón del teatro y la de personajes conocidos de la época, políticos como Jovellanos y muchos otros, verídicos, pero desconocidos para mí. 




El gracejo galdosiano para captar el habla popular ya ha sido señalado en los episodios comentados anteriormente. Pero no quiero dejar de consignar alguno de los hallazgos, dignos de Sancho. Cervantes era su moelo. "Y ya tenemos a don Manuel asustadico" (pág. 139, las cursivas son mías); otro personaje es "el hombre de más verdad que ha comido nabos en el mundo" (pág. 155); "se queda uno atortolado" (pág. 162) o bien "tendremos a usía hecho un archipámpano" (pág. 166), como le dice la buena de Inés a Gabriel ante sus ínfulas de ascenso social, ascenso que pretende conseguir sin sacrificar su honor: "Pedazo de zarramplín, ¿acaso tienes tú honor?" (pág. 199). Pronto conocerá su error, puesto que "el que quiere medrar en los palacios, tiene que cometer mil bajezas" (pág. 206). La adjetivación es a veces  divertidamente moderna: "tunante, trapisondista" (pág. 202). Y no renuncia Galdós a presentar a esos personajes que son auténticos figurones, en este caso el petimetre Malespina, o el Marqués que presume de saberlo todo y no poder confesar nada, o las aves de mal agüero "como ministriles y curiales" (pág. 199). La modernidad del escritor y su ojo crítico le permiten frases que parecen sacadas de un titular de actualidad: "Conozco el secreto de la inversión de ciertos fondos de obras pías que se emplearon en lo que no tiene nada de piadoso" (pág. 222). Los elementos folletinescos en torno a Amaranta y a Inés quedan ya presentados aquí, aunque no se resuelvan hasta el último de los episodios de la serie: La batalla de los Arapiles. Seguramente haré un alto el homenaje galdosiano, aunque no descarto retormarlo más adelante. Quien se adentre en el que acabo de comentar tiene la diversión asegurada, además de obtener información fidedigna, como las cartas manuscritas de Fernando a sus padres para pedir perdón. Aunque se lo concedieron, felón como era, conseguiría con el motín de Aranjuez la abdicación de su padre y el ascenso al trono ayudado por el terrible grito de los madrileños de a pie: ¡Vivan las caenas! Qué lástima de juramento en falso, aquel "Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional". ¡Qué personaje!

José Manuel Mora.


 

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