"The Crown", de P. Morgan; tercera temporada.

 "La corona" y mucho más.

Ha sido un sinvivir la espera de la continuación de una serie que, como todas las que tienen poso, dejan el apetito despierto a la espera de ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Existía además el morbo, tras las dos primeras temporadas ya vistas (The Crown) del cambio de actores para adecuarlos a la época que se va a retratar y a la edad de los protagonistas. Gracias a que Netflix ha decidido colgar los diez capítulos de esta tercera temporada de una vez, el espectador tiene la posibilidad de autogestionarse el visionado, bien como una buena maratón, o en dos o tres tardes. No hay miedo de olvidar lo sucedido en las anteriores, pues los acontecimientos devienen en orden cronológico y entramos de lleno en la década de los sesenta. The Crown llega así para recordarnos hechos que yo ya tengo presentes por haberlos leído en la prensa de la época o por haberlos visto citados en televisión, aunque fuera en blanco y negro.


No soy nada monárquico, pero el enfoque  que se ha dado a la familia real británica viene tan bien contextualizado que atrapa sin remedio a quienes tenemos una edad. Ello, unido a que el retrato psicológico de los personajes no cae en la superficialidad, ni en el maniqueísmo, hace que todos resulten muy creíbles. Y mira que ello podía resultar difícil, dado el acartonamiento de la institución y de sus integrantes, humanos y vulnerables, pero siempre atentos a lo que se exigía de ellos. En ese sentido, uno de los momentos en los que se pone más de manifiesto la importancia y la solera de la democracia británica, es cuando la mismísima Reina acude a parar el intento de golpe de estado que se prepara desde los poderes fácticos de la prensa contra el Gobierno laborista de H. Wilson: la Constitución (aun sin estar escrita en ese país) es lo más importante de todo. El periodo que abarca esta tercera temporada va desde  1964 a 1977. 


Fueron tiempos convulsos aquellos: el final de las colonias del antiguo Imperio (Rhodesia), el intento fracasado de entrada en la Comunidad Europea, la política de austeridad e intransigencia que Heath planteó frente a la crisis del carbón, que llevó a cortes de suministro eléctrico y a serios problemas de abastecimiento, lo que lo hizo caer, dando paso al laborista Wilson... A todo ello ha de hacer frente la Reina sirviendo de árbitro ante las diferentes posturas de los distintos partidos políticos del país. Tanto ella como Felipe se desayunaban leyendo los periódicos. ¡Qué tiempos!... La llegada del hombre a la luna permitirá centrar la atención en la figura del consorte y la frustración que le supone no tener un papel concreto que hacer, puesto que todo recae en ella. Algo semejante a lo que sucederá con la llegada a adulto de Carlos y su coronación como Príncipe de Gales, al tiempo que se ve desgarrado por su amor a la madre y su deseo de sucederla en el trono. La princesa Margarita, otra desubicada, tiene su "momento" en la visita a la Casa Blanca de Jhonson, así como se presenta a modo de escarceo juvenil la relación de Carlos con Camila, obstaculizada por la familia. Todos, a cambio de llevar el tren de vida que vemos en el papel couché, han de someterse a sacrificios y renuncias. 



Olivia Colman, triunfadora con un Oscar por su papel en La favorita, ha sido la elegida para encarnar a la reina. El envaramiento oficial contrasta con la naturalidad familiar de su intimidad. Es capaz de controlar el hieratismo de su rostro hasta dejar escapar una única lágrima incontenible. Qué difícil. La relación con su hermana la humaniza al máximo. Helena Boham Carter, como la princesa Margarita, se desmelena como suele, todo lo que su hermana no puede. Genial su manera de sacar los pies del plato y ponerse a la opinión pública por montera. Tobias Menzies, como el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, es un actor a quien no he reconocido a pesar de su papel en Juego de Tronos (eran tantos...), y que cumple con sobriedad su cometido. Josh O’Connor, de larga tradición teatral, es Carlos, dubitativo, apocado, tímido, pero con toda una intimidad en efervescencia que sólo comparte con su hermana Ana. Aguanta como un hombre los primeros planos y da la figura del auténtico, con ese meterse las manos en los bolsillos. La Wiki me chiva que ya me había asombrado por la intensidad de su interpretación en Tierra de Dios. Mención aparte merece para mí una inmensa Geraldin Chaplin en el papel de Wallis Simpson. Su mirada penetrante y su rostro deshecho ante la muerte de su amor, Derek Jacobi, estupendo también en su ocaso, valen por un máster de interpretación.



















 
 
 
Una producción, que dicen que es de las más caras que se han hecho, lo cuida todo al detalle: las localizaciones son soberbias y la escalera de palacio coloca en su sitio al que accede a él por primera vez; el vestuario, seguro que se ha creado a partir de la abundante colección de fotos existente de la época; la música nunca subraya en exceso y acompaña, a veces de forma minimalista y hermosa, las escenas claves; la fotografía es soberbia, tanto en los exteriores, como en los interiores del gabinete del primer ministro, como los de palacio casi a oscuras por los recortes. Uno tiene la sensación de estar viendo una película de casi diez horas, de excelente factura, que no decae en el interés y que muestra los entresijos de una familia, de unos seres que han aceptado ese tipo de vida, dicen que por responsabilidad, y una época que yo recuerdo bien. Resulta gratificante y ya ardo en deseos de ver aparecer el año próximo a la inefable Thatcher y a la infeliz Diana. Se me hará larga la espera.

José Manuel Mora. 

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