Judy, de Rupert Goold

 Desde lo alto del arcoíris.
Después de haber visto en los últimos meses varios biopics de cantantes famosos (Pavarotti, Rocketman, Bohemian Rhapsody), en general teñidos de cierta edulcoración relativa a vidas que habían sido algo más salvajes que como se mostraban, volvemos a tener en las pantallas el dedicado a una mujer que llegó a ser un icono desde que era casi una niña, aunque no recorra todo el arco de su vida, sino los meses finales. Judy, dirigida por Rupert Goold, alguien que ha dedicado sus afanes más al teatro que al cine, y que si ha filmado ha sido para la televisión, textos clásicos de Shakespeare. Supongo que algo de mitomanía debe de haber en él, que ha trabajado sobre el texto teatral del West End londinense firmado por Tom Edge. La figura se prestaba.


Judy Garland, pues de ella se trata, queda retratada desde el "prólogo" de la peli como un futuro juguete roto, resultado de la manera en que fue manipulada siendo todavía una niña por el productor Louis B. Mayer, más conocido dentro del emporio MGM. Una niña a la que por contrato se le obligaba a trabajar 18 horas diarias, a la que se le impedía comer para que no engordara y no pareciera los 16 que tenía cuando rodó El mago de Oz, y a la que se le fue atiborrando de estimulantes para soportar ese ritmo inhumano y luego de sedantes. Más tarde ella completó toda esta ingesta de pastillas con el alcohol, lo que la convirtió en un ser frágil, impredecible e incontrolable. A ello se sumaban cuatro matrimonios infelices y un par de hijos a los que criar (Liza Minelli ya era mayor). En 1968 se marcha a Gran Bretaña, donde se mantenía el mito, para dar una serie de conciertos en un teatro de variedades, ya que está arruinada. Y allí la encontramos, lejos de sus seres queridos, distante del público que la adora y al que de alguna manera teme y que se muestra a través del miedo escénico, incapaz de someterse a agendas y ensayos..., sola. El director tarda en mostrarla subida a un escenario cantando, cosa que los mitómanos esperábamos con ganas. A modo de flashbacks seguimos viendo situaciones por las que la adolescente pasó y que explican en parte su situación presente.



Renée Zellweger es quien interpreta a la diva y, como ella, también pasó por un calvario hace unos años. Yo no sé si la había vuelto a ver tras disfrutarla a modo en Chicago. Aquí también canta los números necesarios en un filme así. Y lo hace con acierto y dignidad, sin imitar demasiado, recreando actitudes, gestos y voz; el mítico By Myself le queda redondo. La ternura con sus hijos, nunca impostada, el deseo de vivir una nueva pasión con un hombre más joven, las ganas de pelear con su exmarido por la custodia de los hijos, el desgarro a la hora de cantar. Todo está en su cuerpo y en su rostro mostrado en planos a veces muy cortos. Hay un par de momentos que me han resultado conmovedores por encima del tono distanciado de la cinta, el de la cena en casa de la pareja gay, que no acaba de creerse que la diva esté con ellos en su casa y, por supuesto, el final en el que ella canta con la voz rota Over the rainbow y el público acaba coreándola, prestándole la voz que a ella le falta. 


He tenido en la mente, mientras veía la proyección, otras figuras que supieron bajarse del carro a tiempo, por ejemplo Pepa Flores, recientemente homenajeada aquí. La industria del show business  que le dicen, es cruel con los iconos que trata de exprimir hasta el último de sus jugos. Tuve prsente también el que ella manifestara en sus memoria que el productor "la molestó". En los tiempos del #metoo esto lo entendemos de otra manera.  Hace muy poco vi el remake de Nace una estrella (1954), y ahí también había bastante de la explotación de quienes son manejados sin ser del todo conscientes, mientras persiguen un sueño. Garland no tuvo tanta suerte y murió en Londres, seis meses después, de una sobredosis involuntaria, completamente sola, a los 47 años. 

José Manuel Mora.


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