Los dos papas, de Fernando Meirelles

 ¡Ay, el papado!...

Una vez más, y supongo que se convertirá en tendencia, Netflix estrena una peli en su plataforma sin pasar por la gran pantalla, al menos no lo ha hecho aquí en Alicante. "El medio es el mensaje", que decía el otro. No sé hasta qué punto este cambio hará variar nuestra forma de ver cine: se puede pausar el metraje si hace falta ir al baño, incluso es posible verlo en sucesivas sesiones si es muy larga, con la consiguiente ruptura del ritmo narrativo... Sin embargo siempre queda lo importante: una historia bien contada, como sucedió con Roma, o con El irlandés, aquí comentadas, y que vuelve a ocurrir con Los dos papas, la última cinta del director brasileño Fernando Meirelles, de quien hace ya tantísimo vi Ciudad de Dios (2002), y más tarde El jardinero fiel (2005), que tanto me gustó, aunque no la recuerde bien, ya que entonces no escribía estas notas de mementum. Ambas compartían una mirada política y social sobre el mundo de las favelas y sobre el espionaje. Ahora lo vuelve a hacer sobre un tema completamente distinto. Seguramente, sin la financiación de Netflix, nadie se hubiera arriesgado a producirla porque los estudios la habrían considerado minorataria.


Y de entrada, así podría pensarse al plantear un diálogo entre dos viejos príncipes de la Iglesia, esa institución que muchos vemos esclerotizada, aunque siga condicionando la vida de millones de fieles en todo el mundo: el Papa Ratzinger, en pista de salida, y el cardenal bonaerense Bergoglio, que va a Roma a presentar su carta de dimisión. Sin embargo la pretensión del director, a partir de un guión extraordinario de  Anthony McCarten, de quien ya había admirado el trabajo en Darknest hour  y en Bohemian Rapsody, nos presenta a dos hombres viejos radicalmente distintos: el alemán que todo lo aprendió en los libros, apegado a las verdades teológicas más tradicionales, mostradas con la más absoluta parafernalia del protocolo romano, frente al argentino, educado en las villas miseria de Buenos Aires y con una visión clara de la necesidad de reformar el tinglado corrupto que se muestra en los noticieros de todo el mundo. Uno vive en un palacio (maravillosas las vistas aéreas de Castel Gandolfo), y el otro se toma un café en cualquier sitio de su ciudad sin protocolo alguno. No hay posibilidad de acuerdo, tan sólo el interés común por la institución que comparten, aunque sea desde puntos de vista antagónicos. Y a pesar de ese antagonismo, fundamental para sostener las dos horas de metraje, el director se centra en la tolerancia como valor esencial en la Iglesia y en el mundo. Debido a ello, más que levantar muros, como hacen Trump, Johnson o Bolsonaro, lo que pretenden es establecer puentes. El tono de ese enfrentamiento es en todo momento amable, a pesar de la tensión que estalla puntualmente entre ambos. Y en esa larga conversación se pondrán de manifiesto los errores que los dos han cometido: en Ratzinger, la ocultación de los abusos a menores por parte de eclesiásticos (no basta con confesar la falta para ser perdonado, es necesario curar las heridas, y eso no se ha hecho) por un lado, y la posible, aunque no probada, connivencia de Bergoglio con la dictadura de Videla (de hecho parece que el actual Papa no está bien considerado en su país por su silencio ante las torturas a jesuitas). Al final cada uno acabará perdonando al otro.


Para una historia dialogada de este calibre hacían falta dos intérpretes de altura. Anthony Hopkins no necesita mayor presentación. Sigue viva en la memoria su terrorífica composición en El silencio de los corderos, o su elegancia tan british en Lo que queda del día. Ahora compone un Ratzinger frágil, austero, convencido de su verdad, pero atento a la posible autenticidad de quien tiene enfrente. Y lo hace desde la contención gestual, con miradas profundísimas. Y a su lado Jonathan Pryce, de quien la Wiki me chiva que ya lo vi en Glengarry Glen Ross, aunque no retuviera ni su cara ni su nombre. Sí que se me quedó la fanática presencia del Gorrión Supremo en Juego de tronos. Ahora encarna con una veracidad y un parecido extremos al argentino Bergoglio. Su interpretación extravertida contrasta con su oponente. Hay mucho desenfado y mucho sentido del humor, aunque las bromas alemanas no tengan nada que ver con las porteñas y no siempre sean bien entendidas. El tango que se marcan ambos al final no resulta nada inverosímil, así como otro elemento que los une, además de la música, la buena pizza o el fútbol, que permite explosiones de alegría. Todo ello da humanidad a los personajes. Y sobre todo la planificación del director, a base de planos cortos, que parece querer adentrarse en sus conciencias doloridas. 




Aunque Meirelles no ha sido autorizado a rodar en el interior del Vaticano, como ya le sucedió a Sorrentino en The Young Pope, la tecnología permite recrear casi cualquier cosa: la Capilla Sixtina incluida. Es una gozada escucharlos en inglés, en italiano, en latín  o en porteño. Un último guiño del director, permitido por Roma, es mostrar a los dos Papas reales al final de la cinta, para mejor contrastar con todo lo que hemos visto. Un festín interpretativo al servicio de la reflexión sobre la culpa y la posibilidad de la expiación, o no. Y como colofón a ese antiestatismo que defiende el argentino, aunque luego no haya podido con él tanto como le hubiera gustado, me salta en feisbu la Negra Sosa cantando Todo cambia (https://youtu.be/ly7qPTh_K-c). Y me vuelvo a acordar de las Chenot, las primeras que me pusieron en contacto con la Argentina y que luego reencontré en las Bauab y en mi visita invernal a aquel país inmenso, hermoso y tan mal gestionado por populismos, corrupción y dictaduras varias.

José Manuel Mora.




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